Un fiasco anunciado

Inconmensurable sorpresa: la gran milonga del clima, digo la cumbre, ha terminado en fiasco. Dos semanas de carísimo y vacuo espectáculo, para levantar el campamento con dos mohínes, media docena de encogimientos de hombros, y ya si eso, a ver si hay más suerte el año que viene en Glasgow. Y si no, bueno, pues el otro o el siguiente, ya iremos echando más leña al fuego del lenguaje. ¿Vamos por emergencia climática? Pues subiremos la puja a catástrofe, cataclismo, hecatombe o directamente, apocalipsis. Queda diccionario de sinónimos para un rato.

Opto por el cinismo cáustico, rayando lo directamente abofeteable —lo sé— porque no encuentro otro modo de manejar mi cabreo ante el cúmulo de impúdicas falsedades al que hemos asistido. ¿Qué leches cabía esperar de un festival patrocinado por las compañías más dañinas para el planeta, como quedó retratado el primer día con los encartes publicitarios en la mayor parte de la prensa hispanistaní? ¿Qué valientes medidas pretendemos que tomen los políticos que saben que al final de sus días financiados por las arcas públicas les aguarda una silla de cuero en el consejo de administración de una de esas firmas?

Eso, claro, por no mencionar a los del otro frente, los abanderados del raciocinio científico que predican su conocimiento como dogma. ¡Ay del ignorante mortal que se atreva, siquiera, a expresar la menor duda o, no digamos, a encontrar alguna objeción a la mesías adolescente de culto obligatorio! Se le colgará de inmediato el baldón de hereje negacionista adorador de Trump y, tras ser disciplinado en público, arderá en una hoguera tan pura que casi ni desprende CO2.

Otra cumbre más

Me van a perdonar el escepticismo de concha de galápago centenario, pero si sale algo en claro de este turre a muchas voces que llamamos Cumbre del clima, invito a todos los lectores al menú degustación del Arzak. No se vengan arriba, ojo, que cuando digo “algo en claro”, ni por asomo estoy hablando de maravillosas proclamas con música de violín de fondo, ni mucho menos de anuncios de compromisos del copón de la baraja con fecha de cumplimiento retrasable ad infinitum. Desde Río para acá, en el cada vez más lejano 1992 de los prodigios devenidos en fiascos, se han ido repitiendo estos sanedrines envueltos en tanta pompa como urgencia sin que se haya conseguido nada parecido a un avance.

Al contrario, se diría que el daño ambiental va a más y no parece haberse encontrado otro modo de hacerle frente que echarse las manos a la cabeza, hacer propósito de enmienda y engrosar la lista de listillos que viven de la martingala. Y junto a estos que han pillado cacho predicando el caos inminente, sus prosélitos culpando del desastre a los humildes mortales por pedir una bolsa de plástico en el supermercado.

Como he escrito en mil ocasiones aquí mismo, ni de lejos me cuento entre los negacionistas de lo evidente. Sin embargo, no acabo de encontrar en los rasgados de vestiduras —da igual institucionales, intelectuales, bienintencionados o cargados de razón científica— la relación de cambios imprescindibles para detener lo que se nos viene encima. Naturalmente, con la explicación en cada caso de la renuncia individual y/o colectiva que implicaría. Lo siguiente sería ver quién estaría por la labor de vivir de ese modo.

Todo mal

Lo leí en uno de esos medios digitales que expiden certificados de ciudadanía fetén en régimen de oligopolio. Abandonen toda esperanza de conseguir uno. De hecho, lo que deben hacer es sacar el flagelo del nueve largo y comenzar a fustigarse como los recalcitrantes pecadores medioambientales que son. ¿Por no haberse desprendido del utilitario Diésel? ¿Por no ir al súper con bolsitas de algodón para la fruta? También por eso, por supuesto, pero además, por ver series y películas en Netflix o cualquier otra plataforma satánica por el estilo Sí, sí, sí, incluso aunque se trate de esos documentales requetebuenrollistas que trufan la oferta de los expendedores de productos audiovisuales de consumo masivo.

La fuente es una beatifica organización francesa llamada The Shift Project, que asegura haber echado cuentas de los estragos que causan lo que creíamos inocentes pasatiempos modernos. Según esos cálculos que a ver quién es el guapo que demuestra o desmiente, media hora de La casa de papel, Juego de Tronos o un partido de la Champions por streaming emite la misma cantidad de CO2 que un coche chungo durante 6,3 kilómetros. Y si suman todos los vídeos descargados en un año, les saldrá el equivalente a las emisiones de dióxido de carbono de España o Bélgica.

Les dejo que saquen sus propias conclusiones. La mía es que va llegando el momento de entregarse con armas y bagajes al imperio de sabiondos apocalípticos para que dispongan de nuestras destructivas existencias a su justo entender. O quizá proceda mandarles a esparragar y, en nombre de su propia buena causa, exigirles que depongan el sensacionalismo de una vez.

Cuñados del clima

Ando en búsqueda y captura por parte de la retroprogritud por haber cometido el otro día el atrevimiento de manifestar que no me postro de hinojos ante Santa Greta del Ceodós, patrona alevín de los cantamañanas del ecologismo posturero. Nada que no estuviera previsto desde antes de escribir unas líneas, por otro lado, contenidas; era y soy consciente de la trampa para elefantes que es poner a modo de pimpapum a una criatura diagnosticada de Asperger. Ese ventajismo de los que la llevan de sarao en sarao ya es indicativo de la falta de autenticidad —o sea, de la falsedad— de las presuntamente nobles intenciones que los guían. Y, sin contar el daño futuro que uno intuye que le están haciendo a su mascota, habla fatal de la causa que dicen defender.

Claro que, como ya apunté en la columna anterior, Thunberg es solo el trasunto del infantilismo ramplón de lo que pretende pasar por denuncia ambientalista y se queda las más de las veces en pataleta, en repetición de consignillas al peso o en cuñadismo de tomo y lomo. No, no se equivoquen. Ni de lejos soy un negacionista del calentamiento global. Más allá de algunos datos presentados con exceso de trompeteo apocalíptico, soy consciente del problemón que tenemos encima. Lo que, sin embargo, desconozco es cómo hacerle frente con medidas contantes, sonantes, factibles y, ojo, asumibles por los pobladores de la parte guay del planeta. Que sí, que muy bien lo de no usar bolsas de plástico para los tan molones aguacates, pero lo que yo quiero saber es a cuánto trozo de nuestro bienestar, es decir, de nuestro confort, estamos dispuestos a renunciar para detener la amenaza.

A propósito de Greta

Vuelvo a sentirme el chaval del cuento que veía al emperador en bolas mientras el resto de los vasallos se hacían lenguas sobre la hermosura de su nuevo traje. Cuánto mejor parado saldría este humilde opinatero si fuera capaz de subirse a la ola de natillas y surfear con el rebaño que entona las aleluyas de una criatura que abronca severamente a los malosos del universo que no hacen nada por evitar que el planeta se vaya a la mierda.

¿Puede haber alguien de corazón tan áspero como para no caer rendido ante una preadolescente que, en lugar de jugar a la Play o hacer botellón, se entrega con abnegación a la lucha? Y si le sumamos el no pequeño detalle de su peculiaridad personal —no sé como se dice “tener Asperger” en políticamentecorrectés—, ¿quién será el desalmado que se atreva a abrir la boca o a mostrar el más ínfimo reparo? Pues me temo que servidor. Y cualquiera que imaginase, por ejemplo, que Greta Thunberg fuese el icono de un movimiento antiabortista o contrario al matrimonio entre personas del mismo sexo. Entonces sí, los que ahora se dejan las orejas aplaudiendo verían la barbaridad de convertir a una mocosa en mono de feria y, por supuesto, despotricarían sin freno sobre la obscenidad de usar su diferencia como escudo protector.

Pese a que he visto la idéntica hipocresía cientos de veces, sigo sin ser capaz de entender por qué las mismas personas que claman contra la utilización de los menores buscan mil argumentos de aluvión para justificar el circo en tono a la Shirley Temple sueca. Por otro lado, no me extraña en absoluto que el infantilismo que nos asola acabe corporeizándose en una niña.