Mentiras verdaderas

La penúltima moda molona en mi oficio recibe el nombre de Fact Check. En realidad, tiene decenas y decenas de años, y se ha venido practicando sin grandes aspavientos por quienes creen firmemente que uno de los principios básicos del periodismo es la comprobación de hechos, monda y lironda traducción al castellano del chachipalabro de arriba. Es cierto que las apreturas económicas, la pereza y/o directamente la falta de escrúpulos han ido dejando en la cuneta la higiénica costumbre de constatar —hasta en tres fuentes, nos decían los manuales; ¡ja!— que lo que se cuenta responde a la verdad. Si añadimos que en los últimos tiempos se han multiplicado casi hasta el infinito las mentiras difundidas como noticias o Fakes, como han sido rebautizadas en la jerga reglamentaria, el regreso a la verificación de los datos parecía una gran iniciativa.

Sí, eso he escrito: parecía. Lo tremendo es ir comprobando que muchos de los desmentidos al uso atienden a intereses determinados y, por tanto, son bulos más perversos que los que afirman desmentir. O puede ocurrir que, efectivamente, dejen en evidencia la presunta información pero resulten inútiles porque lectores, espectadores y oyentes optan por creer lo que les apetece. Ayer, sin ir más lejos, un periodista independiente llamado Matthew Bennett desmontó dato a dato un trabajo de investigación de El País sobre los insultos en Twitter a Greta Thunberg. El diario decía basar sus escandalosas conclusiones en el análisis de 400.000 tuits, cuando los que realmente se parecían al titular eran 280. Fue en vano. La versión manipulada de los hechos triunfó sobre los hechos mismos.

Cuñados del clima

Ando en búsqueda y captura por parte de la retroprogritud por haber cometido el otro día el atrevimiento de manifestar que no me postro de hinojos ante Santa Greta del Ceodós, patrona alevín de los cantamañanas del ecologismo posturero. Nada que no estuviera previsto desde antes de escribir unas líneas, por otro lado, contenidas; era y soy consciente de la trampa para elefantes que es poner a modo de pimpapum a una criatura diagnosticada de Asperger. Ese ventajismo de los que la llevan de sarao en sarao ya es indicativo de la falta de autenticidad —o sea, de la falsedad— de las presuntamente nobles intenciones que los guían. Y, sin contar el daño futuro que uno intuye que le están haciendo a su mascota, habla fatal de la causa que dicen defender.

Claro que, como ya apunté en la columna anterior, Thunberg es solo el trasunto del infantilismo ramplón de lo que pretende pasar por denuncia ambientalista y se queda las más de las veces en pataleta, en repetición de consignillas al peso o en cuñadismo de tomo y lomo. No, no se equivoquen. Ni de lejos soy un negacionista del calentamiento global. Más allá de algunos datos presentados con exceso de trompeteo apocalíptico, soy consciente del problemón que tenemos encima. Lo que, sin embargo, desconozco es cómo hacerle frente con medidas contantes, sonantes, factibles y, ojo, asumibles por los pobladores de la parte guay del planeta. Que sí, que muy bien lo de no usar bolsas de plástico para los tan molones aguacates, pero lo que yo quiero saber es a cuánto trozo de nuestro bienestar, es decir, de nuestro confort, estamos dispuestos a renunciar para detener la amenaza.

A propósito de Greta

Vuelvo a sentirme el chaval del cuento que veía al emperador en bolas mientras el resto de los vasallos se hacían lenguas sobre la hermosura de su nuevo traje. Cuánto mejor parado saldría este humilde opinatero si fuera capaz de subirse a la ola de natillas y surfear con el rebaño que entona las aleluyas de una criatura que abronca severamente a los malosos del universo que no hacen nada por evitar que el planeta se vaya a la mierda.

¿Puede haber alguien de corazón tan áspero como para no caer rendido ante una preadolescente que, en lugar de jugar a la Play o hacer botellón, se entrega con abnegación a la lucha? Y si le sumamos el no pequeño detalle de su peculiaridad personal —no sé como se dice “tener Asperger” en políticamentecorrectés—, ¿quién será el desalmado que se atreva a abrir la boca o a mostrar el más ínfimo reparo? Pues me temo que servidor. Y cualquiera que imaginase, por ejemplo, que Greta Thunberg fuese el icono de un movimiento antiabortista o contrario al matrimonio entre personas del mismo sexo. Entonces sí, los que ahora se dejan las orejas aplaudiendo verían la barbaridad de convertir a una mocosa en mono de feria y, por supuesto, despotricarían sin freno sobre la obscenidad de usar su diferencia como escudo protector.

Pese a que he visto la idéntica hipocresía cientos de veces, sigo sin ser capaz de entender por qué las mismas personas que claman contra la utilización de los menores buscan mil argumentos de aluvión para justificar el circo en tono a la Shirley Temple sueca. Por otro lado, no me extraña en absoluto que el infantilismo que nos asola acabe corporeizándose en una niña.