¡Vamos, Rafa!

No voy a negar que las victorias de Rafa Nadal suelen ir acompañadas de torrentes de caspa patriotera. Este año, en víspera de 12 de octubre, en medio de una pandemia y con la carcunda monárquica (y la monarquicana) en plena operación de salvamento del Borbón mayor y del chico, la rojigualdina más rancia ha corrido, si cabe, con mayor furor. Se diría que para muchos de esas y esos exaltadores postureros, el decimotercer Roland Garrós del manacorí equivalía a la derrota definitiva del virus y, por el mismo precio, a la perpetuación de la jefatura del estado transmitida por vía inguinal.

¿Habrá algo que empate en patetismo ridículo? Sí, lo hay: el exceso de bilis hirviente derramada por los que se pretenden lo plus de lo plus del guayprogresismo, empezando por los que moran en mi terruño y ejercen, además, de megamaxiantiespañolistas. Queda para las antologías cómo el domingo por la tarde fueron dejándose los higadillos y vomitando inquina tontorrona de cuarta contra quien, por lo visto, encarna su particular anticristo. Así que yo, que en materia de golpes tenísticos me quedo con el revés a dos manos, disfruté un huevo y medio, no tanto por la victoria merecidísima de Nadal frente al tocapelotas Djokovic (que también), como por el encabronamiento sideral de sus odiadores. Valientes merluzos.

Mentiras verdaderas

La penúltima moda molona en mi oficio recibe el nombre de Fact Check. En realidad, tiene decenas y decenas de años, y se ha venido practicando sin grandes aspavientos por quienes creen firmemente que uno de los principios básicos del periodismo es la comprobación de hechos, monda y lironda traducción al castellano del chachipalabro de arriba. Es cierto que las apreturas económicas, la pereza y/o directamente la falta de escrúpulos han ido dejando en la cuneta la higiénica costumbre de constatar —hasta en tres fuentes, nos decían los manuales; ¡ja!— que lo que se cuenta responde a la verdad. Si añadimos que en los últimos tiempos se han multiplicado casi hasta el infinito las mentiras difundidas como noticias o Fakes, como han sido rebautizadas en la jerga reglamentaria, el regreso a la verificación de los datos parecía una gran iniciativa.

Sí, eso he escrito: parecía. Lo tremendo es ir comprobando que muchos de los desmentidos al uso atienden a intereses determinados y, por tanto, son bulos más perversos que los que afirman desmentir. O puede ocurrir que, efectivamente, dejen en evidencia la presunta información pero resulten inútiles porque lectores, espectadores y oyentes optan por creer lo que les apetece. Ayer, sin ir más lejos, un periodista independiente llamado Matthew Bennett desmontó dato a dato un trabajo de investigación de El País sobre los insultos en Twitter a Greta Thunberg. El diario decía basar sus escandalosas conclusiones en el análisis de 400.000 tuits, cuando los que realmente se parecían al titular eran 280. Fue en vano. La versión manipulada de los hechos triunfó sobre los hechos mismos.