¿A 30? ¿En serio?

Se ha contado con toda pompa y fanfarria, y me temo que aún nos queda un rato largo de raca-raca autocomplaciente. Los anales de la Historia recogerán que hoy, fecha interestelar 22 de septiembre de 2020, la ciudad en la que curro será la primera población de más de 300.000 habitantes que limita la velocidad en la totalidad (to-ta-li-dad) de sus calles a 30 kilómetros por hora. Se supone que es un inconmensurable avance para la Humanidad —Bilbao, capital del universo— que reducirá en quintales el estrés de los paisanos, amabilizará (ese es el verbo, se lo juro) un huevo el recio carácter de la villa y, en definitiva, provocará felicidad a borbotones a uno y otro lado de la ría.

Todo eso, claro, en futuro. De momento, lo que ha provocado el anuncio es un bullir y rebullir de bilis entre quienes barruntan que en adelante el desempeño de su trabajo será infinitamente más complicado. No arriendo la ganancia, o sea, la pérdida, al gremio del taxi, la mensajería, el reparto o el manejo de autobuses… incluyendo en este caso a los sufridos viajeros, que verán multiplicar por equis la duración de los trayectos, frenazos aparte. Tampoco veo yo los beneficios para el medio ambiente, con todo quisque ahumando en segunda y quemando gasofa que es un primor. Pero quizá el tiempo me demuestre mi error. Ojalá.

Todo mal

Lo leí en uno de esos medios digitales que expiden certificados de ciudadanía fetén en régimen de oligopolio. Abandonen toda esperanza de conseguir uno. De hecho, lo que deben hacer es sacar el flagelo del nueve largo y comenzar a fustigarse como los recalcitrantes pecadores medioambientales que son. ¿Por no haberse desprendido del utilitario Diésel? ¿Por no ir al súper con bolsitas de algodón para la fruta? También por eso, por supuesto, pero además, por ver series y películas en Netflix o cualquier otra plataforma satánica por el estilo Sí, sí, sí, incluso aunque se trate de esos documentales requetebuenrollistas que trufan la oferta de los expendedores de productos audiovisuales de consumo masivo.

La fuente es una beatifica organización francesa llamada The Shift Project, que asegura haber echado cuentas de los estragos que causan lo que creíamos inocentes pasatiempos modernos. Según esos cálculos que a ver quién es el guapo que demuestra o desmiente, media hora de La casa de papel, Juego de Tronos o un partido de la Champions por streaming emite la misma cantidad de CO2 que un coche chungo durante 6,3 kilómetros. Y si suman todos los vídeos descargados en un año, les saldrá el equivalente a las emisiones de dióxido de carbono de España o Bélgica.

Les dejo que saquen sus propias conclusiones. La mía es que va llegando el momento de entregarse con armas y bagajes al imperio de sabiondos apocalípticos para que dispongan de nuestras destructivas existencias a su justo entender. O quizá proceda mandarles a esparragar y, en nombre de su propia buena causa, exigirles que depongan el sensacionalismo de una vez.

Un basura de debate

Aunque le llames “planta de valorización energética de residuos sólidos urbanos”, una incineradora sigue siendo una incineradora. Un vertedero tampoco deja de ser un vertedero por rebautizarlo “depósito controlado de balas de residuos estabilizados para la restauración y recuperación de espacios degradados”. Utilizado como envoltorio o disfraz, el lenguaje puede ser más dañino que el porexpan, que no hay hijo de madre que lo recicle ni gusanitos mágicos que lo biodegraden. No estaría mal, en consecuencia, que ya que la cosa va de lo que va, tirios y troyanos renunciasen al uso de armamento verbal contaminante en su refriega de los detritus.

Sí, refriega, bronca, cristo, trifulca, reyerta. Cualquier cosa menos debate, porque nos hemos caído de los suficientes robles en este país para tener la convicción de que esto no va de poner argumentos sobre la mesa, reflexionar, analizar, ponderar y, sin perder de vista la realidad, decidir. Desde el primer asalto el asunto se ha planteado a nuestro viejo estilo: si no estás conmigo, estás contra mi. Por supuesto, cualquier adhesión inferior al cien por ciento es considerada una traición. O eliges bando o eres más enemigo que el enemigo.

De acuerdo, lo asumo. Soy un equidistante lixiviado, la peor de entre todas las escorias, la que no llega ni a fracción-resto. Unos querrán valorizarme por achicharramiento y los otros, tras recogerme en el puerta a puerta de los jueves, me llevarán a inertizar entre pañales usados, colillas y escombros. Aun desde esos terribles destinos metafóricos seguiré gritando que ninguna de las dos propuestas es buena del todo ni absolutamente mala, que es cuestión de hablarlo a siglas y terquedades quitadas y de diferenciar lo ideal de lo factible, lo deseable de lo impepinable, lo que se puede hoy de lo que se podrá mañana. Vano intento, ya lo sé. Este debate de la basura es, en realidad, una basura de debate.