Antifascistas muy fascistas

Aunque se le atribuye a Churchill, no fue el excesivo estadista británico sino alguna brillante persona anónima la que profetizó que los fascistas del futuro se llamarían a sí mismos antifascistas. Los nuestros, en concreto, que además le tienen que poner el toque vernáculo, se presentan como antifaxistak. Y tal cual han tenido el cuajo de firmar las vomitivas pintadas que han hecho en los centros de Bizkaia que acogen a refugiados ucranianos. Las fechorías que ellos consideran gestas incluyen una hoz y un martillo cruzados (cuyo significado no distinguirían del de una onza de chocolate) y la Z que los matarifes rusos han convertido en símbolo de sus masacres. Hace falta ser malnacido para plantarse en el lugar de acogida de quienes han tenido que escapar de su país con lo puesto y pintarrajear las consignillas del genocida. ¿Qué estaríamos diciendo (qué estarían diciendo estos mismos miserables) si algún tarado llenase de mierda islamófoba las paredes de albergues o pisos donde viven provisionalmente refugiados sirios?

Lo triste es que ni siquiera puedo decir que me sorprenda. Tenemos sobradas muestras de la perversidad de buena parte de los que, insisto, encima tienen los santos bemoles de presentarse como punta de lanza de la lucha contra la extrema derecha. En el caso que nos ocupa, la villanía y la amoralidad adquieren dimensiones cósmicas. Ya no es que miren hacia otro lado o que contemporicen. Qué va. Es que se dan el curro de hacerse con unos esprais y recorrer las calles en busca de los alojamientos de las víctimas de la carnicería rusa para hacerles saber que están con el causante de su tragedia. Ascazo.

La paz, según Otegi y David Pla

Arnaldo Otegi ha dicho que la paz no habría sido posible sin el concurso de gente como David Pla, último jefe de ETA y ahora mismo, ingeniero de la estrategia de Sortu. Vamos a empezar por el principio, es decir, por la vaina esa de “la paz”. Por no embarrar el campo, por no echar los cagüentales que deberíamos haber bramado, hemos aceptado nombrar como paz al hecho de que ETA dejara de matar, secuestrar, extorsionar y perseguir. Pues no, queridos niños ingenuos y/o tramposuelos. Realmente, aquí nunca hubo una guerra. Qué sorpresa, ¿eh? Es verdad que se congregaron varias siniestras violencias de distinto signo, incluyendo una estatal disfrazada de paraestatal. Pero la inmensa mayoría de la población no respaldó ninguna de ellas. Se limitó, nos limitamos, a sobrevivir en medio de lo que, en todo caso, era una sangrienta trifulca entre bandas que, eso sí, nos llevó a una existencia miserable.

Así que va siendo hora de acabar con la falacia de los bandos. Solo hubo agentes que sembraban el terror y que, al margen de lo que dijeran defender, se parecían como dos gotas de agua. Daba igual en nombre de qué asesinasen. Por tanto, del mismo modo que cuando el Batallón Vasco Español o los GAL fueron al cese de negocio por liquidación no les agradecimos su contribución a la convivencia, tampoco cabe hacerlo con ETA. Al revés: como mucho, procedería afear a la banda lo que tardaron en dejar de dejar el asfalto perdido de sangre. En un gesto de infinita generosidad que no merecen los asesinos y los que ordenaban asesinar, podríamos no tratarlos como apestados sociales. Tenerlos por pacifistas es un puñetero insulto.

De héroes y asesinos múltiples

Jamás me alegrará la muerte de nadie. Otra cosa es que no lamente todas con la misma intensidad. Exactamente como cualquier persona. No creo ser único en esto. En cualquier caso, en lo que sistemáticamente no caigo es en la creencia estúpida de que irse al otro barrio convierte a alguien en buena persona. Quizá, con el cadáver caliente, proceda morderse la lengua en una actitud que es no tanto de respeto como de renuncia voluntaria a decir en voz alta lo que cualquiera debería saber sobre el finado. Total, ya qué más da.

Y ese principio apliqué el pasado viernes al tener conocimiento del fallecimiento de José Antonio Troitiño, autor, que se sepa, de 22 asesinatos a cada cual más despiadado y de los que jamás expresó nada remotamente parecido al arrepentimiento. El mero enunciado de lo que acabo de escribir hace innecesario cualquier otro añadido. Pensé tan sincera como ingenuamente que ese silencio de los que no queremos embarrar el campo tendría su correspondencia entre los prójimos de militancia del difunto. Poco tardé en comprobar mi fallida apreciación. Por brutal que pueda parecer (en realidad simplemente es ilustrativo), los más destacados portavoces de la segunda formación política de la CAV y sus mariachis mediáticos corrieron a convertir semejante trayectoria sanguinaria en objeto de glosa heroica. Se habló sin tapujos de su sonrisa, de su luz, de su ejemplo, de su contribución a la lucha del pueblo vasco y se acusó de óbito a la “política penitenciaria asesina”. Qué palabra, esa última, para escribirla y pronunciarla junto al nombre de alguien que se ha llevado por delante veintipico vidas.

Un asesino es un asesino

Siempre me ha repateado el hígado la matraca de la sociedad enferma. Nos lo escupían a los vascos desayuno, comida y cena en los años que siguieron al acuerdo de Lizarra. Luego, los diagnosticadores contumaces volvieron la vista al nordeste peninsular para decretar la misma dolencia a todos los integrantes del censo catalán. Pero de tanto en tanto, regresaban a los pacientes cero que moramos entre el Ebro y el Adur a renovarnos el certificado. La última vez fue el pasado sábado, con la excusa del psicodrama que tirios y troyanos escenificaron en Arrasate o Mondragón, como les gusta pronunciar a papo lleno a las gargantas cavernarias.

Y miren, les niego la mayor y la menor. De entrada, hay que ser muy bruto y muy malintencionado para atribuir a toda una colectividad el comportamiento de un número concreto (bien es verdad que, por desgracia, no pequeño) de individuos. Pero es que además, no cabe achacar a ninguna patología la elección voluntaria de la miseria moral. Centremos, pues, los términos de una puñetera vez. Esas decenas de miles de nuestros convecinos —empezando por sus gurús políticos y su aguerrida vanguardia informativa— que se encabronan porque llamamos asesino a un tipo que se ha llevado por delante (que sepamos) 39 vidas no están enfermos. Su pensamiento y su actitud no son disculpables por razones genéticas ni por la intervención de un virus. Son, para la desgracia y la vergüenza, ahora sí, de la mayoría de la sociedad vasca, opciones conscientes. Simplemente creen que un criminal múltiple puede ser un héroe. Otra cosa es que eso sea así en parte por el silencio cómodo y/o cobarde de los demás.

En el nombre de Alá

Un profesor de secundaria es degollado en París por haber enseñado a sus alumnos unas caricaturas de Mahoma cuando impartía una asignatura llamada Libertad de expresión. Un completo horror sin lugar a los matices, ¿no creen? Pues se equivocan. Es verdad que en el primer bote las reacciones fueron de espanto entreverado de esa tonta incredulidad que todavía nos producen las cosas que no son en absoluto excepcionales; como si hubiera algo de sorprendente en la enésima atrocidad cometida en nombre de Alá. Sin embargo, muy pronto al lado de los silencios atronadores de rigor, empezaron a brotar los peroesques.

Y así, los dueños de la moral verdadera fueron formando fila para sermonearnos. No les parecía bien del todo cortarle la cabeza a alguien, “pero es que” ese alguien había ofendido los sentimientos profundos de toda una comunidad. O, en una versión un grado más repugnante, el maestro asesinado se había extralimitado en sus funciones docentes y, en consecuencia, se había buscado su trágico final. Lo tremebundo es que tales comentarios vomitivos llevaban la firma de los habituales y muy contumaces detectores infalibles de amenazas contra la libertad. Ni se huelen los muy cretinos (o sea, no quieren hacerlo) que no hay amenaza mayor que la que supone el islamismo radical al que tantas loas componen.

Abusar, violar, matar

Había que superar la milonga de la acetona y no defraudó el gran repentizador que atiende por Arkaitz Rodríguez. Con el pie que le brindaba una pregunta sobre el enésimo guateque a mayor gloria de alguien que había participado en vaya usted a saber cuántos crímenes, el secretario general de Sortu enhebró otra seguidilla para las antologías: “Los presos políticos no son violadores ni pederastas y tienen el respaldo de parte del pueblo”. Hay que tomar aire, contar hasta mil y darse a la gimnasia ayurvédica para no responder con un mecagontodo a la altura. Pero es que ni siquiera merece la pena. Quien no esté definitivamente envenenado de fanatismo ciego encuentra a la primera la réplica: ¿acaso llevarse por delante la vida de seres humanos es menos grave que abusar de menores o que violar?

Lo terrible llega al pensar que uno sabe con absoluta seguridad que, más allá del propio individuo que soltó semejante desatino, unas cuantas decenas de miles de nuestros convecinos creen sin lugar a dudas que determinados asesinatos fueron una minucia que solo nos emperramos en recordar los enemigos de la paz. Lástima, como anoté hace no demasiado, que yo no tenga la intención de comulgar con tal rueda de molino. Pero lástima mayor, albergar la terrible certeza de que ahora mismo formo parte de una minoría.

Golpistas y terroristas

Detesto con todas mis fuerzas a ese Geyperman cañí que atiende por Iván Espinosa de los Monteros. No me cabe ni la menor duda sobre su fachez con olor a Varon Dandy ni sobre su condición de mala persona. Conste en acta antes de anotar que el fulano en cuestión tuvo toda la razón, o sea, todas las razones, para agarrarse un globo y pirarse con cajas destempladas de la sesión de la pomposa comisión para la reconstrucción nacional en la que se le meó encima el vicepresidente del gobierno españolísimo, doctor Pablo Iglesias Turrión, con la ayuda del presidente (manda huevos) de la cosa, Patxi López.

Claro que lo más triste a la par que ilustrativo es que como esto va de banderías y parroquias, la hinchada progresí hace la ola a su ídolo por haberle escupido unas diez veces al fulano no sé qué de un golpe de estado. Quizá si fuéramos una gotita ecuánimes, reconoceríamos que igual que es una barbaridad llamar terrorista a todo quisque, es, como muy poco, una frivolidad tildar de golpismo cada regüeldo cavernario. Dejemos algo, por favor, para los terroristas y los golpistas de verdad.

Por desgracia, volvemos a no estar ante una anécdota sino frente a una categoría. Decenas de miles de muertos y la devastación económica son solo munición para que los desvergonzados engorden su caladero de votos. Y su ego.