En el nombre de Alá

Un profesor de secundaria es degollado en París por haber enseñado a sus alumnos unas caricaturas de Mahoma cuando impartía una asignatura llamada Libertad de expresión. Un completo horror sin lugar a los matices, ¿no creen? Pues se equivocan. Es verdad que en el primer bote las reacciones fueron de espanto entreverado de esa tonta incredulidad que todavía nos producen las cosas que no son en absoluto excepcionales; como si hubiera algo de sorprendente en la enésima atrocidad cometida en nombre de Alá. Sin embargo, muy pronto al lado de los silencios atronadores de rigor, empezaron a brotar los peroesques.

Y así, los dueños de la moral verdadera fueron formando fila para sermonearnos. No les parecía bien del todo cortarle la cabeza a alguien, “pero es que” ese alguien había ofendido los sentimientos profundos de toda una comunidad. O, en una versión un grado más repugnante, el maestro asesinado se había extralimitado en sus funciones docentes y, en consecuencia, se había buscado su trágico final. Lo tremebundo es que tales comentarios vomitivos llevaban la firma de los habituales y muy contumaces detectores infalibles de amenazas contra la libertad. Ni se huelen los muy cretinos (o sea, no quieren hacerlo) que no hay amenaza mayor que la que supone el islamismo radical al que tantas loas componen.

Maldita la gracia

Las caricaturas danesas que montaron el primer follón no tenían ni pajolera gracia. Menos aun la mamarrachada francesa que lo acaba de reeditar. Ese es, en realidad, el chiste: que unas viñetas más sosas que una explicación de Carlos Aguirre sobre el PIB vasco den la excusa para limpiarle el forro a alguien, como probablemente ocurrirá. Unos pintarrajos que debieron acabar en la papelera o en el olvido por pura falta de la mínima calidad se convierten en espoleta del enésimo escarceo de lo que algunos pretenden guerra de civilizaciones. Todos al lío, unos por Saladino y otros por Ricardo Corazón de León. No pasan los siglos por nosotros.

La otra chanza fuera de las intenciones de los dibujantes es asistir al descacharrante cambio de papeles. Los que se parten la caja hasta tener agujetas en el estómago cuando el choteo es a cuenta de Cristos, vírgenes o santos ponen de pronto cara de hasta-ahí-podíamos-llegar y nos escupen la teórica del respeto a las creencias. Desde el fondo contrario, quienes invocan a Torquemada o al fiscal general del estado (que tanto da) al sentir el menor roce en las casullas o los crucifijos sacan a paseo la bandera de la libertad de expresión. La diferencia entre pisar el callo o que te lo pisen. Ni se dan cuenta de que son tal para cual.

Una vez más, copio a Jorge Drexler y pido perdón por no alistarme. Me aburren y desazonan por igual los presuntos transgresores que solo buscan un ojo fácil donde empotrar su dedazo, los catequistas de la tolerancia hemipléjica o los que, según sea propia o ajena la herida, piden árnica o un chorro de vinagre. Con más razón si, como ocurre de largo en este asunto, tras sus posturas a favor o en contra es indisimulable el hedor a ansia de notoriedad, imperiosa necesidad de liquidez y/o querencia por la barrila. Y si no hay modo humano ni divino de evitar la refriega, ¡joder, que por lo menos el chiste tenga gracia!