Despolítica

Miércoles triste, muy triste, en el Congreso de los Diputados. ¿Es que ha ocurrido algo especial, algo diferente, algo que no hayamos visto u oído decenas de veces? No, y en buena parte, esa es la causa de la tristeza, que empieza a estar veteada de impotencia, desgana, resignación y, medio diapasón más allá, pura y dura frustración. Eso, claro, para los que nos pillaba mirando. El resto, que me temo es la inmensa mayoría, pasa kilo y pico del espectáculo ramplón. Con suerte, cazará de refilón un trozo escogido en el telediario o en la tertulia efectista de turno y lo tragará sin digerir o, casi peor, a través de sus prejuicios ideológicos.

Tampoco me engaño ni les engaño. Yo actúo del mismo modo al comentárselo. Tal vez por eso, el aire melancólico de lo que voy escribiendo me lo contagió el que muchos que prescinden de orejeras, han coincidido en destacar como casi el único discurso que huyó de la pirotecnia demagógica. “Vienen tiempos oscuros”, advirtió Aitor Esteban a todas las banderías del hemiciclo, incluyendo la suya, antes de pedir a tirios, troyanos y aliados cruzados que se parasen un poco a pensar si la razón les acompañaba en todo y, desde luego, que rebajaran el octanaje del combustible dialéctico.

El intento del portavoz del PNV fue en vano. Los titulares de la sesión han vuelto a hablar de golpistas, falangistas, amenazas con la intervención del autogobierno o de intensificar la confrontación en la calle. Ruido y más ruido, bravatas enarcedidas que no solo no sirven para solucionar los problemas —en plural; ojalá fuera uno solo—, sino que los agravan en la espiral infinita de la despolítica.

El blues del autobús

Parecía que no se podía superar el esperpento en el psicodrama colectivo del autobús anaranjado hasta que llegó el juez y mandó que el trasto se quedara en cocheras. De la decisión no digo ni pío. Ahora, respecto a la argumentación del auto, no me digan que no vuelve a ser otra vez lo del infierno empedrado de buenas intenciones. Sostiene el magistrado Juan José Escalonilla que los mensajes de la guagua fletada por los fachuzos de HazteOir “suponen un acto de menosprecio a las personas con una orientación sexual distinta a la heterosexual”. Pues ahí la ha pifiado su señoría, porque según han corrido a explicar los peritos en estas intricadas cuestiones de la palabrotología, lo que realmente se ataca en las leyendas es la identidad de género. Lo definitivamente grotesco es que la prohibición se fundamenta precisamente en la metedura de pata, que para más inri, se repite varias veces en el texto.

Aún queda territorio para profundizar el sinsentido. Se me ocurre, por ejemplo, que la organización ultramontana que echó a circular el bus grafiteado presente el correspondiente recurso basándose en la cantada. Lo chusco residiría, en este caso, en que los carcamales niegan con igual rotundidad los conceptos “orientación sexual” e “identidad de género”.

Quizá no lleguemos hasta ahí. HazteOir tiene suficientes motivos para retirarse en este punto de la astracanada con la satisfacción de haber conseguido su propósito. Aunque la hayan paralizado, su fétida campaña ha tenido un eco infinitamente mayor al que hubieran soñado. Allá donde tenía que calar, su mensaje ha calado. Piensen gracias a quiénes ha sido.