Un selfi con Zelenski

Comparezco ante ustedes con más dudas que certezas. Porque me consta lo jodido que es el dilema entre el miedo a pasarse o a quedarse corto. También es verdad, que si tengo que elegir, la mayoría de las veces prefiero quedarme corto a incurrir en el exceso. O, en el caso que nos ocupa, que enseguida les desvelo cuál es, en la sobreactuación monda y lironda. Y ahora es cuando me pregunto y les pregunto a bocajarro si el rule de Pedro Sánchez a Kiev para verse con Volodímir Zelenski le aporta más al visitado o al visitante. Supongo que al primero, que tiene que hacer frente con lo puesto a un despiadada, injusta e ilegal agresión del imperialismo ruso, no le queda otra que hacer un hueco en su diabólica agenda a cualquier mandatario extranjero (ya sea de primera, segunda o tercera línea) que se le presente en carne mortal a mostrarle su solidaridad. No tanto por la solidaridad, que ya es bastante cuando el panorama internacional está lleno de aplaudidores de la salvaje invasión, sino por la correspondiente traducción en pasta y armas defensivas.

Yo ahí tengo muy poco que reprocharle a Sánchez. Creo que está haciendo lo correcto, pese a la murga que tiene que aguantar de su ventajista socio de gobierno, que disimula más bien poco que en esta vaina está más cerca de los que arrasan que de los arrasados. Sin embargo, no acabo de ver la necesidad real de plantarse en la capital de Ucrania, llamarla Kyiv en plan guay en el primer tuit tras el aterrizaje y hacerse el selfi de rigor con el solicitadísimo presidente de la nación que está siendo asolada. Pero puede ser, ya les digo, que esté equivocado.

Los que callan… y otorgan

Sí, es verdad, los más miserables son los que aplauden las matanzas que está cometiendo Putin en Ucrania. Por ejemplo, aunque no son los únicos, esos desalmados que pintarrajearon la vomitiva Z prorrusa en los albergues de Bizkaia que acogen refugiados. Añado ahí a los memos que vinieron a mi blog a hacerles el caldo gordo cuando lo denuncié. Medio peldaño de indecencia por debajo están los negacionistas que atribuyen las imágenes de las masacres a montajes ordenados por Zelenski o, peor todavía, cometidas por él mismo para pasar por mártir. Por ahí andan también los desvergonzados que nos exigen que escuchemos “las versiones de los dos lados”, colocando en el mismo plano a los victimarios y a sus víctimas, y tirando del cínico comodín: “Como no estamos allí, no podemos saber lo que pasa”. Inmediatamente después o a la par están los del “pero es que…”, siempre con una justificación de las carnicerías que desvía la responsabilidad de Rusia y la sitúa en la OTAN, Estados Unidos o la Unión Europea.

Y luego están los integrantes de una categoría especial de impudicia, la de los que callan como las tumbas que no tendrán la mayoría de los asesinados por la soldadesca rusa. Son esos tipos que salen en tromba a poner el grito en el cielo y a impartir lecciones de dignidad ante cualquier injusticia del repertorio oficial pero que todavía no han dedicado medio tuit a las orgías de sangre de Mariúpol, Bucha o la estación de Kramatorsk. Ese silencio de piedra después de casi cincuenta días de invasión los retrata entre la peor calaña de cobardes y, por añadidura, despoja de credibilidad cualquiera otra de sus denuncias.

Rusofobia

Aunque ahora anda recogiendo cable y acogiéndose al comodín de la tergiversación de sus palabras, la rectora de la Universitat de València, Mavi Mestre, ha instado a volver a su casa a los diez alumnos rusos que cursan sus estudios en el centro académico. Según ella, se trataba de una amable invitación “por su propia seguridad”. Lo que no ha explicado es qué tipo de peligro puede acechar a los estudiantes en la capital del Turia. Como le reprochan los miembros de la plataforma de profesores asociados de la propia institución, “la universidad tiene que ser un espacio de paz y encuentro”. Pero la rectora ha preferido ser más papista que el papa y descargar sobre los jóvenes una decisión para la galería y que, en todo caso, debería dirigirse a las instituciones rusas y no a sus ciudadanos. Estos diez alumnos no deben ser los paganos de las acciones del tirano sin escrúpulos que los gobierna.

Y creo que es bueno que se nos meta a todos en la cabeza, porque más allá de exageraciones mononeuronales como tratar de prohibir un seminario sobre Dostoievski en una universidad de Milán, empezamos a ver cancelaciones de actividades culturales con presencia de personalidades rusas. O, como poco, llamamientos al boicot. En ningún sitio se debería sucumbir a esa grosera atribución de los crímenes de unos pocos a todo un pueblo, pero menos, en el nuestro. Los vascos sabemos lo que es cargar injustamente con el baldón de los crímenes de ETA cuando éramos nosotros los que los sufríamos en carne propia. Basta media gota de empatía para comprender que también los rusos son las primeras víctimas de Putin.

Siria existe

Vaya por Dios, Siria existe. O sea, vuelve a existir a efectos informativos. Tampoco se crean que cosa de mucho. Un visto y no visto para variar la dieta. Eso sí, exagerando la nota dos huevas y pico con las advertencias de repertorio sobre la tercera mundial, esa misma que es inminente, con más o con menos visos de certeza, desde que terminó la segunda. Si supiéramos o quisiéramos contar, quizá nos llevaríamos el susto de ver que desde entonces ha habido alguna que otra contienda planetaria más.

Bueno, y si no, siempre está lo de la guerra fría, socorrido apelativo que estos días también ha regresado al vocabulario oficial. Hasta el baranda de la ONU, Antonio Guterres, lo soltó el otro día, después de que se consumara la amenaza del chulopiscinas que manda en la presunta primera Democracia del globo. Al final solo fue la puntita, tres docenas de misiles “bonitos, nuevos e inteligentes” que habrá que mandar reponer para que la economía no se pare. Una de farol, pero sin pasarse, bastante para que Putin suelte unos cagüentales, aunque no suficiente (o eso parece) para que responda con una escabechina.

Todo, no sé si han reparado en ello, como respuesta a la “intolerable utilización de armamento químico”. Como si las otras bombas que hacen picadillo a seres humanos fueran de recibo. Descomunal hipocresía, perfectamente equilibrada, ojo, con la de quienes aprovechan el viaje para desempolvar el rancio argumentario de carril que señala a la malvadísima comunidad internacional, pasando por alto que la mayor responsabilidad de este conflicto en concreto es de las banderías locales que lo protagonizan.

Parecida repugnancia

Perdonen la comparación un tanto frívola, pero en la cuestión de Ucrania me ocurre como con la final de la Champions de este año: no voy con ninguno. Ni siquiera me sirve el mal menor. Aquí no caben los decimales. Tengo motivos similares —no diré exactamente iguales— para deplorar de los grandes bandos que nos imponen, e incluso intuyo que, como suele suceder en la inmensa mayoría de los conflictos, hay posturas intermedias que ni llegamos a conocer. Pero no, el maldito pensamiento binario, que es un refugio de perezosos, bravucones y maestros Ciruela, impone la alineación obligatoria. Ni siquiera es necesario que la adhesión sea por acción. Es corriente que sea por omisión: quien no está con nosotros está contra nosotros y sanseacabó. Y los tales nosotros estamos a tres mil kilómetros de los disparos.

¿Cómo explicar que no son excluyentes las repugnancias que me provocan los fascistas del Maidán y los matasietes prorrusos? Y lo mismo, respecto a los valedores de estos y aquellos en la pinche comunidad internacional. Ahí sí que el calco es perfecto. Los intereses de la UE y Estados Unidos por un lado y los de la madrastra Rusia por otro son de una bastardez pareja. Es de miccionar y no echar gota que para mostrar rechazo a los mangarranes de la troika y al tío Sam haya que cantarle loas al genocida probado Vladimir Putin. Bien es cierto que esto último revela la tendencia al postureo malote de esa seudoizquierda —no hablo de toda, líbreme Marx— que a estas alturas de la liga sigue creyendo que al otro lado del muro residían la libertad, la igualdad, la fraternidad y una prima del pueblo.