Saber perder y ganar

Preguntan, y por lo visto va en serio, si esta noche el Athletic tiene que hacerle pasillo a la Real en el derbi, esta vez de Liga, de Anoeta. La duda debería ofender a la afición de un club que siempre ha tenido a gala el señorío. Pero debe de ser una cuestión de tiempos remotos. Gente muy talludita que en otros órdenes de la vida da muestras de comportamiento civilizado entra al tramposo debate con argumentos de patio de colegio de primaria. A mi, y siento si me gano enemigos, la duda me ofende tanto como si se plantease con los papeles cambiados. Las normas más elementales de la deportividad, esas que ni siquiera están escritas, indican bien a las claras que el ganador reciente de un torneo importante merece el homenaje del primer equipo al que se enfrente. Y da igual, como ha sido el caso, que ese club sea el derrotado y, además, el eterno rival.

¿Rival? Quizá la clave de todo esté en ese concepto, que a base de pasiones mal encauzadas ha acabado siendo sinónimo de enemigo. El pique medianamente sano que yo creo recordar ha degenerado en una inquina creciente entre los seguidores de dos instituciones que un día hicieron Historia saliendo al campo con una bandera que entonces estaba prohibida. Algunos a ambos lados de la A-8 deberían tratar de aprender de nuevo a perder y a ganar con dignidad.

Fútbol y pandemia

Sinceramente, no creo que tengamos motivos para estar muy satisfechos tras estas jornadas festivo-futboleras o viceversa. Al margen de la satisfacción o la felicidad de los vencedores —Zorionak, errealzales— y de la dolorosa decepción de los perdedores —Ánimo, athleticzales—, lo ocurrido antes, durante y después de la final de Copa debería darnos motivos para la reflexión. No generalizaré ni mucho menos. Soy bien consciente de que los descerebrados de Lezama, Zubieta, Pozas y la Parte Vieja, además de haber mostrado diferentes gradaciones de memez, donde ganan con diferencia los del sábado por la tarde en Bilbao, no representan ni de lejos a las aficiones a las que dicen pertenecer.

Estoy convencido de que la mayoría de los seguidores de uno y otro equipo estuvieron a la altura de lo que se nos pide en tiempos de una pandemia que ha estrenado con brío su cuarta ola. Sin embargo, el número de congregados y la gravedad de sus comportamientos son lo suficientemente significativos como para hacernos pensar sobre todo lo que falló y sobre las consecuencias que traerá. Me río con lágrimas al pensar que hubo quien pretendía que el encuentro se jugase con público. Al tiempo, me tiemblan las piernas ante la perspectiva de que dentro de menos de dos semanas queda otra final, aunque esta vez no sea un derbi.

Hinchas pandémicos

Qué sorpresa, ¿verdad? Centenares de aficionados del Athletic se arracimaron en Lezama para despedir a su equipo, que marcha a Sevilla a disputar la final de Copa contra el eterno rival del otro lado de la A-8. Por activa, por pasiva y por circunfleja se ha rogado encarecidamente a los animosos hinchas que se abstuvieran de cualquier movilización multitudinaria antes, durante y después del partido. Pues la primera, en la frente, como aúllan las tristes imágenes que no dejan de correr en las últimas horas. Mando desde aquí un aplauso rezumante de ironía a esos memos que, siendo plenamente conscientes de que no esta el horno pandémico para bollos promiscuos, se pasaron por la entrepierna el riesgo de contagio en la creencia —es decir, en la superstición— de que ellos y sus colores bien merecen el riesgo de visitar la UCI o provocar la muerte de sus padres. Ya si eso, los enterrarán con una bandera roja y blanca, eup.

Bravo también por el club, que dio pelos y señales para que se produjera la bochornosa concentración. Como escribió ayer el vicelehendakari Erkoreka, espero que la vergüenza de las imágenes de Lezama sirva para evitar que se repitan hoy en Zubieta cuando parta la Real hacia la capital hispalense. Ojalá sean también el antídoto de cualquier intento de celebración mañana. Pero lo dudo.

Señoritos contrariados

No fue la vibrante y brillante clasificación para semifinales de Real y Athletic haciendo morder el polvo a Madrid y Barça. Ni siquiera la posibilidad de una final entre ambos en Sevilla con Felipe VI encabronado y récord de decibelios en el momento del chuntachunta. Decididamente, lo mejor de esta Copa a cara o cruz sin red ha sido la llantina inconsolable de los señoritos porque sus todopoderosos y multimillonarios equipos no se han jalado un colín.

Se ha hecho medio famoso estos días el tal Roberto Gómez, el discípulo menos aventajado de Butano, despotricando en la tele pública española —manda huevos— por el sindiós de llegar a la fase decisiva de la competición con todos los gallos apeados y cuatro comparsas como protagonistas. En su cerril descarga de bilis, el individuo porfiaba como un tremendo daño al torneo el método que había provocado la ausencia de los supuestamente grandes e intocables en el cuadro de honor.

Pura anécdota, si el bocachancla Gómez hubiera sido el único en salir con tal petenera. Por desgracia, en francachelas igual dizque deportivas que politiqueras me he topado con melonadas despreciativas del mismo pelo. Muchas terminaban, no en el capítulo de La Cartuja, sino en el siguiente, en la turné de pleitesía a los petrosátrapas saudíes. “¿Tú te imaginas lo que dirán los jeques y los de las televisiones cuando vean un Mirandés-Bilbao (sic) en la Supercopa del año que viene?”, se indignaba uno de los habladores. “Esto no puede volver a ocurrir”, zanjaba un compadre de blablablá. Y tiene bastante pinta de que allá donde se toman las decisiones alguien convertirá en realidad sus deseos.

De Reikiavik a Donostia

El que no se consuela es porque no quiere. Siempre nos quedará Reikiavik, donde el pueblo ha salido a la calle para acordarse de la calavera de su primer ministro, uno de los chopecientos mandarines mundiales pillados con el carrito del helado de las ofsshores de Panamá. Con una gota de suerte, entre que llegan estas líneas al periódico y se publican, al tal Sigmundur Gunnlaugsson le da un ataque de dignidad y se pira a su casa. Antes de echarse a brincar y a tuitear con los ojos fuera de las órbitas que sí se puede, pongan en su contexto el hipotético éxito considerando que toda Islandia no alcanza la población de Bilbao. Y si quieren terminar de deprimirse, recuerden que el partido del pájaro este formó parte de la coalición gubernamental que llevó al país a la bancarrota, y que fue restituido en el poder después de lo que aquí celebramos como una revolución del copón. Quien la entienda, que compre a la ciudadanía boreal.

Moraleja: ocupémonos —y sobre todo, preocupémonos— de lo que nos toca más de cerca. ¿De lo de la Real? Anden, circulen, que ahí no hay nada que ver. Proclama el club y lo refrenda la autoridad fiscal competente en el territorio que eso está re-gu-la-ri-za-do. No hay por qué dudar de que sea así. Seguramente, hasta existen unos papeles que lo certifican. Otra cosa es que a los que somos de ir medio milímetro más allá de lo estrictamente legal nos dé por preguntarnos por lo moral y no aceptemos pulpo como animal de compañía. Y es aquí donde firmo al pie de las sabias palabras del consejero Toña: “Los que utilizan estrategias para defraudar nos están robando a todos”. Pues eso.

Los colores

Es enternecedora la candidez de los aficionados de un equipo de fútbol. Contra toda evidencia y, más inaudito, a pesar del sinnúmero de veces en que les han dejado el corazón en la raspa, se empecinan en la vana ilusión de que sus héroes pateabalones aman la camiseta que llevan como ellos mismos y matarían antes de lucir en el verde cualquier otra. La fantasía incluye la convicción absoluta de que no hay dinero en el mundo capaz de romper el idilio. Creen a pies juntillas que lo que el Dios esférico ha unido no lo separará el transfer. No intuyen —o seguramente sí, pero les da lo mismo porque en el fondo tienen vocación de autoflagelantes— que su ceguera es una hipoteca del enésimo desengaño. Tarde o temprano acaba llegando un cheque lo suficientemente grande y el amante bandido hace las maletas con nocturnidad y alevosía, sin detenerse a dejar en el espejo un mal post-it diciendo que fue bonito mientras duró. Lo más, un tuit de oficio, que sólo hace crecer la rabia del forofo despechado. Serás ca…

Si esta coreografía repetitiva del chasco se da en los clubs que tienen por norma echarse chulazos de alquiler que han chutado a puerta con mil y un escudos en el pecho, en aquellos en los que todavía quedan unos restos del romanticismo original, aunque estén ya muy aguados, la cosa adquiere dimensiones de tragedia. Confírmese en cualquier diario local y no les digo ya en blogs de la cosa o redes sociales. Unos clamando venganza y otros despatarrados de la risa por la cusqui que le han hecho al vecino. Primer pensamiento: que todos los dramas sean como este y que siempre que renunciemos a cenar sea porque no queremos, no porque no podemos. Segundo: si en tanto valoramos los sentimientos, no vayamos por ahí regalándolos a quienes hacen caja con ellos, y que conste que no hablo del jugador, que sólo ha cumplido el guión previsto. Tercero y último: asumamos que va a volver a pasar.

Canto a la derrota

Como, gracias a una tara genética de mi estirpe, no me dejé contagiar por la alegría explosiva, me resultó muy sencillo mantener a raya al virus que trajo desde Bucarest la hiel amarga de la derrota. Es una curiosa cualidad que tenemos las almas atormentadas: nos pasamos la vida encabronados por lo que al común de los mortales se la trae al pairo y, supongo que en justa compensación o por simple instinto de supervivencia, nos volvemos de mármol mientras todo el mundo a nuestro alrededor estalla en llanto inconsolable. Con nuestra también innata incompetencia para la empatía, todo lo que se nos ocurre es hacernos a un lado y contemplar el siempre lírico paisaje después de la batalla perdida.

A eso me dediqué la noche del pasado miércoles. Cumplido el trámite de un programa que me habría encantado no tener que hacer, salí a la calle con el respeto con que se acude a los funerales para infiltrarme en la desolada marea rojiblanca. Muy esperanzador, el primer apunte para mi cuaderno de campo imaginario: decenas de pares de ojos con rastros de lágrimas aún evidentes eran capaces de componer, en sincronía con todos los demás elementos de los rostros, una sonrisa más que aceptable. Tengo todavía pegada en la retina la de la veinteañera morena con una camiseta de Toquero que, seguramente al verme tan mayor, quiso cederme el asiento en el metro. Renuncié a su invitación y me quedé de pie fisgando a hurtadillas cómo chateaba —whatsupeaba, en realidad— con un desenfado que impedía sospechar que apenas hora y pico antes se le había hecho pedazos un sueño. En el resto del vagón tampoco había nada que delatara un drama reciente.

No volveré a reconocerlo jamás en público, pero coincidiendo con ese pensamiento, se vinieron abajo mis defensas. Llegué a casa con los ojos humedecidos y la confortante convicción de que nuestros equipos —todos ellos— engrandecen incluso en las derrotas más dolorosas.