Y ahora, a por Duque

No todo el mundo ha nacido para la política. Y menos, para formar parte de un gobierno a la numantina, sometido por tierra, mar y aire a un cerco inmisericorde, donde vale igual como munición la mentira que la verdad entera o a medias. Pregúntenle al ministro Pedro Duque, el cuarto negrito del Gabinete Sánchez (o quinto, si contamos al propio presidente) en ser convertido en pimpampum desde la inopinada llegada a Moncloa hace algo más de tres meses.

El trago que pasó ayer el titular de Ciencia, Innovación y Universidades explicando su presunto chanchullete inmobiliario fue del nueve largo. Nada que ver con las comparecencias de chúpame la punta que estamos acostumbrados a ver en la inmensa mayoría de los últimos pillados con el carrito del helado. Allá donde los anteriores enmarronados se engallaban o montaban el numerito del ofendido, Duque solo fue capaz de sudar la gota gorda, temblando como una gelatina, aferrado a un endeble argumentario que repetía como una letanía ante unos miembros de mi oficio que olieron el miedo y se cebaron con la puya.

Confieso que me faltan datos y conocimiento de leyes para discernir el tamaño del renuncio. Intuitivamente, diría que hizo exactamente lo que la mayoría de los mortales que se hubieran encontrado en sus circunstancias. De boquilla, todos somos muy dignos. ¿Debe dimitir por eso? Ateniéndonos al altísimo nivel ético cacareado por Sánchez, seguramente sí. Y aquí es donde surge otra vez la tremenda paradoja, porque en nombre de una limpieza moral que en el bando de los acosadores ni está ni se la espera, los ciudadanos perderíamos un gestor de lo público muy solvente.

¿Sociedad indolente?

Anotemos una aclaración que debería ser totalmente innecesaria. Cuando decimos que la sociedad vasca ha pasado la página de ETA, el mensaje no es, ni de lejos, que las ciudadanas y los ciudadanos de este país sean una panda de indiferentes e indolentes. Para empezar, como cada vez que pretendemos englobar a la totalidad del censo en una sola palabra, sería preciso admitir lo difuso de ese término que casi todo el mundo utilizamos a beneficio de obra. Vamos, que no es infrecuente que elevemos a la categoría de sociedad a nuestro círculo de amistades, conocidos y/o conmilitones. Y a veces, ni siquiera con malas intenciones; simplemente, porque la condición humana (vaya, otra generalización indemostrable) nos mueve a creer que somos la medida de todo.

Disquisiciones metodológicas al margen, estoy seguro de que sí podemos alcanzar un amplio consenso respecto a la hipótesis que apuntaba al comienzo. Se diría que la mayor parte de nuestros convecinos manifiesta un interés escaso respecto a las cuestiones relacionadas con lo que, según el grado de entusiasmo o cinismo, llamamos pacificación o normalización. Incluso los hechos que llegan, previo hinchado artificial, a los titulares principales les resultan ajenos. Pregunten en su entorno inmediato —obviamente, no en los sectores más concienciados— y comprobarán la idea tan etérea que tiene el personal sobre el anuncio de desarme. Y si pretenden ofrecer las claves mínimas, encontrarán, como mucho, una escucha educada. Pero insisto. Estoy seguro de que no estamos ante una actitud despreocupada ni insolidaria, sino ante el ejercicio práctico de la normalidad.

De Reikiavik a Donostia

El que no se consuela es porque no quiere. Siempre nos quedará Reikiavik, donde el pueblo ha salido a la calle para acordarse de la calavera de su primer ministro, uno de los chopecientos mandarines mundiales pillados con el carrito del helado de las ofsshores de Panamá. Con una gota de suerte, entre que llegan estas líneas al periódico y se publican, al tal Sigmundur Gunnlaugsson le da un ataque de dignidad y se pira a su casa. Antes de echarse a brincar y a tuitear con los ojos fuera de las órbitas que sí se puede, pongan en su contexto el hipotético éxito considerando que toda Islandia no alcanza la población de Bilbao. Y si quieren terminar de deprimirse, recuerden que el partido del pájaro este formó parte de la coalición gubernamental que llevó al país a la bancarrota, y que fue restituido en el poder después de lo que aquí celebramos como una revolución del copón. Quien la entienda, que compre a la ciudadanía boreal.

Moraleja: ocupémonos —y sobre todo, preocupémonos— de lo que nos toca más de cerca. ¿De lo de la Real? Anden, circulen, que ahí no hay nada que ver. Proclama el club y lo refrenda la autoridad fiscal competente en el territorio que eso está re-gu-la-ri-za-do. No hay por qué dudar de que sea así. Seguramente, hasta existen unos papeles que lo certifican. Otra cosa es que a los que somos de ir medio milímetro más allá de lo estrictamente legal nos dé por preguntarnos por lo moral y no aceptemos pulpo como animal de compañía. Y es aquí donde firmo al pie de las sabias palabras del consejero Toña: “Los que utilizan estrategias para defraudar nos están robando a todos”. Pues eso.

Rancio nuevo tiempo

Tremendas tareas han puesto a los partidos vascos 15 víctimas de diferentes violencias. Les piden, por ejemplo, que se dejen de una puñetera vez de inercias e imposturas (esto es una versión libre de servidor) y que el próximo 10 de noviembre celebren juntos el Día de la Memoria. Haciendo la media de las respuestas, y sin dejar de destacar que alguna sigla ha dicho que por supuesto, nos encontramos con un coro de silbidos a la vía, peroesques, tiritas que se adelantan a la herida y, en resumen, nada entre dos platos.

Si no nos conociéramos, para llorar. Pero no menos que la reacción ante otro encargo de puro catón. Estas personas que comparten sufrimientos bien diversos y aún así, son capaces de reconocerlos recíprocamente y hasta de profesarse respeto y cariño, querían que los representantes políticos de la sociedad expresaran claramente que el recurso a la violencia está mal hoy y estuvo mal ayer. De nuevo, aparte de algún sí rotundo, carraspeos, asteriscos al pie, perífrasis, solicitudes del comodín del público y, cómo no, las consabidas apelaciones al de enfrente.

Por desgracia, no hay lugar a la sorpresa. No a la mía, desde luego, que llevo lunas y más lunas clamando que nos hemos adelantado demasiados capítulos en nuestro novelón por entregas. Procedería dejar de hacernos trampas al solitario y reconocer una desoladora verdad: por muchos suelos éticos y pamplinas con que nos adornemos, a nuestro alrededor hay decenas de miles de personas —ojalá no me quede corto— que creen que matar a discreción estuvo muy bien o, como poco, fue necesario, y en todo caso, no merece reproche sino aplauso.

Bendita corrupción

Venga, quitémonos la careta y soltémonos el refajo ético. Si la corrupción no existiera desde el principio de los tiempos (o como poco, desde la primera ventosidad que soltó un Neanderthal), sería un imperativo moral inventarla y cultivarla a todo trapo. De acuerdo, muy bien, pongan cara de qué se habrá fumado el juntaletras este, pero luego denle media vuelta a los mil y un prodigios que le debemos a la existencia y difusión masiva de las prácticas trapicheras. Ojo, o presuntas, porque parte de lo bueno es que lo de menos es que haya habido o no mangoneo testado y tasado. Con la duda (ni siquiera razonable), basta y sobra para montarle al de enfrente —corruptos siempre son los otros; anoten el catón— un psicodrama del recopón y medio. Y como en la tarea, casi arte, de darle candela al ventilador te eche una mano un fiscal con ganas de su cuarto de hora de Warhol o un suseñoría que guarde cuentas pendientes con el señalado, te llevas el premio gordo de calle. A la hora del archivo o la absolución los focos no suelen estar ahí.

Siendo esto así, como han sufrido en carnes propias y disfrutado en las ajenas miembros de todas las siglas, ¿qué más dará montar el pifostio con o sin motivo? ¿Qué importancia tiene que el pufo sea de cien millones de euros, de unos miles o de cero patatero? Ninguna. Insisto en que lo que marca la diferencia no es el qué ni el cuánto, sino quién está envuelto en el marrón, sea este real o inventado. Sé que la mayoría de los que juegan a esto conocen el mecanismo del sonajero. No les tendré en cuenta que leyendo estas líneas hagan aspavientos y renieguen… como Judas.

Incorrompibles o así

Me emociona comprobar la honradez inquebrantable de mis congéneres. La teórica, claro, la que se manifiesta en condiciones de laboratorio, en un vacío moral donde la integridad no corre el menor riesgo. En esas circunstancias completamente ajenas a la posibilidad de realización práctica, resulta que 99 de cada 100 mortales consultados aseguran que jamás aceptarían una tarjeta de crédito de la que tirar a discreción sin que el saldo de la cuenta propia disminuya ni un céntimo. Algunos hasta se ofenden por la duda, y la mayoría se descuelga con una filípica morrocotuda sobre la falta de principios y valores. La lanzan con tanta vehemencia que se queda uno avergonzado para sus adentros, pensando que ni con aceite hirviendo confesará que es la excepción de la centena, aunque ahora que caigo, me acabo de delatar ante ustedes.

Caray, no me miren así. No estoy diciendo que me tiraría en plancha a coger el plastiquito mágico. Solo que le daría un par de vueltas al asunto. Lo más probable es que al final pediría que apartaran de mi ese cáliz. Llevado por algún leve prejuicio ético, sí, pero más que nada —y aquí quizá vuelva a decepcionarles—, por miedo a que me pillasen, que es el mismo motivo que me impide mangar un libro en El Corte Inglés o colarme en el metro.

Júzguenme tan duramente como crean conveniente, pero no sin haber hecho antes su propio examen de conciencia al respecto. A sus pies, si salen del envite con buena nota. Y después, dediquen un tiempo a reflexionar sobre cómo es posible que, siendo los campeones de la virtud, surja a nuestro alrededor semejante cantidad de ladrones sin escrúpulos.

Retrato de partido

Una pregunta muy simple: ¿es moralmente aceptable que alguien que ha admitido que despistó 103.000 euros en la declaración de la renta de un solo año siga siendo el número dos de un partido político? Fíjense que dejo fuera de los interrogantes el pago vía fajo de billetes, el pastizal que no cuadra entre lo que se ingresa y se pule, el préstamo a un tipo multi-investigado y todo lo demás que, huela a lo que huela, aún está sujeto a investigación. Me limito a un hecho probado, tan fuera de cualquier duda, que el propio autor lo reconoció y, no quedándole otra, tuvo que aflojar la correspondiente panoja.

No se precipiten en la respuesta. Hay un truco en el enunciado: la alusión a la moral. Depende de la que se tenga, se podrá contestar una cosa diferente. Según estamos viendo —y estos también son hechos certificados—, el código ético del Partido Socialista de Euskadi no encuentra ninguna colisión entre intentar eludir la responsabilidad fiscal y ocupar un cargo de primerísima línea en la ejecutiva. No solamente eso. De acuerdo con el manual de buenas prácticas de la formación que gobierna en la CAV, lo que procede cuando un asunto así salta a la luz es salir a piñón en defensa de la honorabilidad del que ha sido descubierto en lo que el resto de los mortales consideraríamos una actitud más bien poco edificante.

¿He escrito “salir en defensa”? Bueno, ya saben que hay quien sostiene que la mejor es un buen ataque. Y ahí es donde el PSE, con su peculiar escala de valores en estandarte, lo está dando todo. Una querella judicial y una denuncia ante la Agencia Vasca de Protección de Datos por violación del derecho a la confidencialidad. El ofensor se convierte en ofendido.

Podría llenar diez páginas más, pero me quedo con la idea final: cuando López y sus mariachis vuelvan a salir con la mandanga de que hay instituciones que amparan el fraude fiscal, sabré a qué partido se refiere.