Larrion y el factor humano

No puedo negar que me apena enormemente la situación por la que está pasando la ya ex portavoz de EH Bildu en el ayuntamiento de Gasteiz, Miren Larrion. Por demás, me resulta imposible imaginar qué circunstancia privada tan apremiante le pudo llevar a suplantar la identidad de una compañera de partido para abrir una cuenta bancaria. Sí alcanzo a hacerme cargo de la angustia que le impulsó a dar semejante paso en falso que ha resultado irreversible para su carrera política y me temo que también a la profesional y, desde luego, a la personal. Una vez más se ha impuesto el factor humano, —tan básico, tan primario, tan pedestre— a cualquier otra consideración. Aquí se van al guano los argumentarios partidistas y las defensas dialécticas de lo indefendible.

Me consta que habrá lectores que ahora mismo piensen que soy comprensivo con una actitud intolerable. Nada más lejos. Solo anoto que, independientemente de lo que determine la investigación judicial en curso —que puede ser algo muy grave—, Larrion lleva literalmente la penitencia en el pecado. O definitivamente desconozco su personalidad, o nadie será más dura que ella misma al juzgarse y al comprobar todo lo que ha echado por la borda con su comportamiento a la desesperada. Quizá ahora piense en otros casos en los que pudo haber sido menos hiriente.

Hética

No, lo que ven encabezando estas líneas no es ninguna barbaridad. Aunque su uso no es frecuente, esa palabra existe desde hace siglos en el idioma castellano. La encontramos, por ejemplo, en el célebre trabalenguas infantil de la cabra (hética, pelética, pelimpimplética…) y también la utilizó Cervantes en el Quijote para subrayar lo escuchimizado y poca cosa que era Rocinante. Y es justamente en ese sentido —“Muy flaco y casi en los huesos”, según la tercera acepción del diccionario de la RAE— como me ha venido a la cabeza estos días al escuchar una y otra vez el término que suena igual pero se escribe sin hache.

Esa ética a la que tanto y tan campanudamente se está apelando en relación al caso del consejero Ángel Toña se me antoja escuálida, sin gota de carne ni sustancia. Es otro de esos significantes vacíos con que se engolfan los que además de ser populistas, lo llevan a gala y teorizan sobre lo fácil que es timar a sus (futuros) votantes.

En nombre de la ética, tipos que no la distinguirían de una onza de chocolate reclaman la cabeza de alguien que se condujo de acuerdo con unos principios éticos. No es improbable que, yendo a la literalidad del código supuestamente vulnerado, la comisión que debe decidir sobre el asunto acabe mostrando el pulgar hacia abajo y Toña tenga que irse a su casa. Si así fuera, y ya que no habría más bemoles que aceptarlo, deberíamos establecer exactamente ahí el listón de la exigencia para el desempeño de una responsabilidad pública. De entre el bando de los íntegros sermoneadores —¡panda de fariseos!— no quedaría en su puesto ni el que reparte las cocacolas.

Códigos éticos

Los códigos éticos están muy bien, pero obras son amores. Quiero decir que es altamente loable suscribir una inmaculada declaración de intenciones —de elaboración propia o de importación—, pero lo es mucho más empeñarse en demostrar con hechos contantes y sonantes que no se ha brindado al sol, o en el caso de la actual meteorología de la tierra, a las nubes. No hay que irse demasiado lejos ni en el tiempo ni en el espacio para comprobar lo que va de predicar a dar trigo, de echar un garabato en un papel a actuar en consecuencia. De los 178 altos cargos del extinto Gobierno López que fueron instados a devolver la paga de navidad escamoteada al resto de los empleados públicos, sólo cinco han apoquinado, supongo que a regañadientes. Échenles ahora un galgo a los 173 que se han hecho los orejas y recuérdenles que ellos y ellas también se adhirieron con pompa y boato a un prontuario de nobilísimas pautas de conducta. Les enseñarán el dedo como Bárcenas a los plumillas en el aeropuerto a la vuelta de su rule por Canadá.

Por lo demás, de estos reglamentos del parchís gubernamental me llama la atención su tremenda obviedad. ¿Es necesario poner negro sobre blanco que un administrador de lo común no debe meter la mano en el cajón ni enchufar a su cuñada? Alarma pensar que la respuesta sea afirmativa, como si tuviéramos asumido que la norma fuera, efectivamente, hacer mangas (o sea, mangoneos) y capirotes desde la publicación del nombramiento hasta el cese en el boletín oficial de referencia.

Sospecho, y no me digan que ustedes no, que algo de eso hay. Por alguna razón, damos por sentado sin mayor escándalo ni merma del sueño que un despacho ejecutivo de cualquier institución —de cualquiera, lo recalco— es un conseguidero de deseos, sobre todo, si lo ocupan los de la cuerda propia. Denle un par de vueltas, porque como eso sea solo una migajita así, no va a haber código ético capaz de cambiarlo.

Retrato de partido

Una pregunta muy simple: ¿es moralmente aceptable que alguien que ha admitido que despistó 103.000 euros en la declaración de la renta de un solo año siga siendo el número dos de un partido político? Fíjense que dejo fuera de los interrogantes el pago vía fajo de billetes, el pastizal que no cuadra entre lo que se ingresa y se pule, el préstamo a un tipo multi-investigado y todo lo demás que, huela a lo que huela, aún está sujeto a investigación. Me limito a un hecho probado, tan fuera de cualquier duda, que el propio autor lo reconoció y, no quedándole otra, tuvo que aflojar la correspondiente panoja.

No se precipiten en la respuesta. Hay un truco en el enunciado: la alusión a la moral. Depende de la que se tenga, se podrá contestar una cosa diferente. Según estamos viendo —y estos también son hechos certificados—, el código ético del Partido Socialista de Euskadi no encuentra ninguna colisión entre intentar eludir la responsabilidad fiscal y ocupar un cargo de primerísima línea en la ejecutiva. No solamente eso. De acuerdo con el manual de buenas prácticas de la formación que gobierna en la CAV, lo que procede cuando un asunto así salta a la luz es salir a piñón en defensa de la honorabilidad del que ha sido descubierto en lo que el resto de los mortales consideraríamos una actitud más bien poco edificante.

¿He escrito “salir en defensa”? Bueno, ya saben que hay quien sostiene que la mejor es un buen ataque. Y ahí es donde el PSE, con su peculiar escala de valores en estandarte, lo está dando todo. Una querella judicial y una denuncia ante la Agencia Vasca de Protección de Datos por violación del derecho a la confidencialidad. El ofensor se convierte en ofendido.

Podría llenar diez páginas más, pero me quedo con la idea final: cuando López y sus mariachis vuelvan a salir con la mandanga de que hay instituciones que amparan el fraude fiscal, sabré a qué partido se refiere.