Sobre las cloacas

Ciento y pocos días después de su sorpresiva elevación a los cielos monclovitas, el sanchismo, atizado por todos los costados, como corresponde a cualquier gobierno que se precie, opta por la defensa de carril, declararse víctima de una conjura masónica. O de las cloacas, que es el término consensuado en el argumentario de los nuevos mandarines para nombrar al malvado monstruo informe que se está hinchando a soltar soplamocos a los pardillos llamados para la gloria de convertir la sombría Hispania rajoyana en la luminosa Pedronia, tierra libre de conflictos, penas y penillas.

Al primer bote, cabría recordar a lo Reverte que al poder se llega cagado, meado y llorado. Enfadarse y no respirar no es (o sea, no debería ser) una opción. Tampoco está de más recordar que el flanco en el que están recibiendo las hostias, el de la moralidad de los gestores de lo público, es exactamente el que utilizaron como bandera para despoltronar al anterior y encaramarse al timón. ¿Cómo es que ahora son bagatelas los que anteayer eran motivos de dimisión y/o cese fulminantes?

Claro que lo que menos cuela es hacerse de nuevas y llevarse las manos a la cabeza con las tales cloacas. Si personalizamos, como procede, la rata en jefe del sumidero del que hablamos se llama José Manuel Villarejo Pérez, y realizó buena parte de sus servicios más hediondos por encargo de conmilitones muy significados del actual presidente del Gobierno español. Si, como acabamos de escuchar con tristeza, una fiscal tenida por independiente (hoy ministra) le reía las gracias machistas y comentaba con él en tono jocoso ciertos delitos graves, era por algo.

Y ahora, a por Duque

No todo el mundo ha nacido para la política. Y menos, para formar parte de un gobierno a la numantina, sometido por tierra, mar y aire a un cerco inmisericorde, donde vale igual como munición la mentira que la verdad entera o a medias. Pregúntenle al ministro Pedro Duque, el cuarto negrito del Gabinete Sánchez (o quinto, si contamos al propio presidente) en ser convertido en pimpampum desde la inopinada llegada a Moncloa hace algo más de tres meses.

El trago que pasó ayer el titular de Ciencia, Innovación y Universidades explicando su presunto chanchullete inmobiliario fue del nueve largo. Nada que ver con las comparecencias de chúpame la punta que estamos acostumbrados a ver en la inmensa mayoría de los últimos pillados con el carrito del helado. Allá donde los anteriores enmarronados se engallaban o montaban el numerito del ofendido, Duque solo fue capaz de sudar la gota gorda, temblando como una gelatina, aferrado a un endeble argumentario que repetía como una letanía ante unos miembros de mi oficio que olieron el miedo y se cebaron con la puya.

Confieso que me faltan datos y conocimiento de leyes para discernir el tamaño del renuncio. Intuitivamente, diría que hizo exactamente lo que la mayoría de los mortales que se hubieran encontrado en sus circunstancias. De boquilla, todos somos muy dignos. ¿Debe dimitir por eso? Ateniéndonos al altísimo nivel ético cacareado por Sánchez, seguramente sí. Y aquí es donde surge otra vez la tremenda paradoja, porque en nombre de una limpieza moral que en el bando de los acosadores ni está ni se la espera, los ciudadanos perderíamos un gestor de lo público muy solvente.

La otra manada

De la víctima de la violación grupal que se juzga en Iruña me sobran casi todos los detalles. No necesito saber cuántos años tiene ni de dónde es. Mucho menos qué estudia, cuáles son sus aficiones o con qué tipo de gente anda o deja de andar. Y, por encima de todo, no tengo la menor curiosidad por conocer su aspecto. Es más que suficiente la dolorosa certidumbre de que esta mujer ha pasado por una experiencia demoledora para la que no hay reparación. A partir de ahí, únicamente espero un juicio justo con el castigo proporcional para sus agresores, a los que en estas líneas no me queda más remedio que citar como presuntos.

Aunque la mayoría de lo que expreso depende de las instancias judiciales, hay una parte no pequeña que está en otras manos. En las de mis compañeras y compañeros de oficio, por citar lo que me toca más de cerca. No pondré en duda que estamos ante una cuestión de indudable interés. Procede, pues, concederle un espacio de relieve en el relato de la actualidad. Pero procede más aun extremar el celo para evitar que los aspectos morbosos prevalezcan sobre lo puramente informativo.

De eso van o deberían ir la responsabilidad, la ética y la deontología sobre las que un día —en mi caso, ya bastante lejano— nos contaron no sé qué en la facultad. Y sí, por desgracia, es verdad que vivimos tiempos de lucha sin cuartel por la audiencia. A mi, sin embargo, jamás me ha valido como excusa. Lejos de la intención de imponer lecciones, animo a cada colega a darle una vuelta. Quizá consigamos que la justificada atención mediática no se convierta esta vez en circo. Ojalá no seamos la otra manada.

¿Sociedad indolente?

Anotemos una aclaración que debería ser totalmente innecesaria. Cuando decimos que la sociedad vasca ha pasado la página de ETA, el mensaje no es, ni de lejos, que las ciudadanas y los ciudadanos de este país sean una panda de indiferentes e indolentes. Para empezar, como cada vez que pretendemos englobar a la totalidad del censo en una sola palabra, sería preciso admitir lo difuso de ese término que casi todo el mundo utilizamos a beneficio de obra. Vamos, que no es infrecuente que elevemos a la categoría de sociedad a nuestro círculo de amistades, conocidos y/o conmilitones. Y a veces, ni siquiera con malas intenciones; simplemente, porque la condición humana (vaya, otra generalización indemostrable) nos mueve a creer que somos la medida de todo.

Disquisiciones metodológicas al margen, estoy seguro de que sí podemos alcanzar un amplio consenso respecto a la hipótesis que apuntaba al comienzo. Se diría que la mayor parte de nuestros convecinos manifiesta un interés escaso respecto a las cuestiones relacionadas con lo que, según el grado de entusiasmo o cinismo, llamamos pacificación o normalización. Incluso los hechos que llegan, previo hinchado artificial, a los titulares principales les resultan ajenos. Pregunten en su entorno inmediato —obviamente, no en los sectores más concienciados— y comprobarán la idea tan etérea que tiene el personal sobre el anuncio de desarme. Y si pretenden ofrecer las claves mínimas, encontrarán, como mucho, una escucha educada. Pero insisto. Estoy seguro de que no estamos ante una actitud despreocupada ni insolidaria, sino ante el ejercicio práctico de la normalidad.

Rancio nuevo tiempo

Tremendas tareas han puesto a los partidos vascos 15 víctimas de diferentes violencias. Les piden, por ejemplo, que se dejen de una puñetera vez de inercias e imposturas (esto es una versión libre de servidor) y que el próximo 10 de noviembre celebren juntos el Día de la Memoria. Haciendo la media de las respuestas, y sin dejar de destacar que alguna sigla ha dicho que por supuesto, nos encontramos con un coro de silbidos a la vía, peroesques, tiritas que se adelantan a la herida y, en resumen, nada entre dos platos.

Si no nos conociéramos, para llorar. Pero no menos que la reacción ante otro encargo de puro catón. Estas personas que comparten sufrimientos bien diversos y aún así, son capaces de reconocerlos recíprocamente y hasta de profesarse respeto y cariño, querían que los representantes políticos de la sociedad expresaran claramente que el recurso a la violencia está mal hoy y estuvo mal ayer. De nuevo, aparte de algún sí rotundo, carraspeos, asteriscos al pie, perífrasis, solicitudes del comodín del público y, cómo no, las consabidas apelaciones al de enfrente.

Por desgracia, no hay lugar a la sorpresa. No a la mía, desde luego, que llevo lunas y más lunas clamando que nos hemos adelantado demasiados capítulos en nuestro novelón por entregas. Procedería dejar de hacernos trampas al solitario y reconocer una desoladora verdad: por muchos suelos éticos y pamplinas con que nos adornemos, a nuestro alrededor hay decenas de miles de personas —ojalá no me quede corto— que creen que matar a discreción estuvo muy bien o, como poco, fue necesario, y en todo caso, no merece reproche sino aplauso.

Bendita corrupción

Venga, quitémonos la careta y soltémonos el refajo ético. Si la corrupción no existiera desde el principio de los tiempos (o como poco, desde la primera ventosidad que soltó un Neanderthal), sería un imperativo moral inventarla y cultivarla a todo trapo. De acuerdo, muy bien, pongan cara de qué se habrá fumado el juntaletras este, pero luego denle media vuelta a los mil y un prodigios que le debemos a la existencia y difusión masiva de las prácticas trapicheras. Ojo, o presuntas, porque parte de lo bueno es que lo de menos es que haya habido o no mangoneo testado y tasado. Con la duda (ni siquiera razonable), basta y sobra para montarle al de enfrente —corruptos siempre son los otros; anoten el catón— un psicodrama del recopón y medio. Y como en la tarea, casi arte, de darle candela al ventilador te eche una mano un fiscal con ganas de su cuarto de hora de Warhol o un suseñoría que guarde cuentas pendientes con el señalado, te llevas el premio gordo de calle. A la hora del archivo o la absolución los focos no suelen estar ahí.

Siendo esto así, como han sufrido en carnes propias y disfrutado en las ajenas miembros de todas las siglas, ¿qué más dará montar el pifostio con o sin motivo? ¿Qué importancia tiene que el pufo sea de cien millones de euros, de unos miles o de cero patatero? Ninguna. Insisto en que lo que marca la diferencia no es el qué ni el cuánto, sino quién está envuelto en el marrón, sea este real o inventado. Sé que la mayoría de los que juegan a esto conocen el mecanismo del sonajero. No les tendré en cuenta que leyendo estas líneas hagan aspavientos y renieguen… como Judas.

La ética de Toña

En ese papel de latigadora que sus asesores aún no le han dicho que le va fatal y lo pone en práctica peor, Arantza Quiroga le espetó al lehendakari en sede parlamentaria que en lo sucesivo, cualquier cargo del Gobierno puesto en entredicho pediría que se le aplicase “la ética de Toña”. Aludía la (artificialmente) encocorada presidenta del PP vasco al dictamen de la comisión correspondiente que había concluido que dos y dos son cuatro. Es decir, que el intento de convertir al recién nombrado Consejero de Empleo en el que mató a Manolete, además de cantar la Traviata a oportunismo ramplón, no colaba y, en consecuencia, no existía el menor desdoro en que el aludido ocupara el cargo público para el que había sido legítimamente elegido.

Ya en el mismo instante en que escuché a Quiroga hablar de “la ética de Toña” con ánimo descalificador y tono de desprecio, me dio en pensar lo positivo que sería que estuviera más extendido el sistema de valores que rige la conducta del consejero. Me refería, sobre todo, a su actuación en el caso por el que lo habían querido crucificar, pero este domingo en los diarios del Grupo Noticias encontré el refuerzo definitivo para mi buena impresión. En un aparte de la entrevista donde avanzaba las líneas básicas de su gestión, [Enlace roto.]. A la muerte de sus padres, con los que le unía una íntima amistad, se había hecho cargo de los dos hermanos del joven, que entonces estaba huido. Una vez detenido y encarcelado, también se comprometió con él. Ojalá cundiera la “ética de Toña”, ¿no creen?