Postproletariado

Lo último que podía imaginarme era que el gremio de taxistas pasaría un día por la vanguardia de la lucha obrera. Supongo que soy víctima de una percepción errónea forjada por la media de las ocasiones en que he utilizado el servicio, especialmente en Madrid y Barcelona, las ciudades en que acabamos de ver imágenes de la revolución del postproletariado.

Por caprichos de la estadística, a mi casi siempre me han tocado tipos más bien malencarados que se ciscaban en los podemitas, las sanguijuelas nacionalistas y, por descontado, cualquier colectivo en conflicto que osara interrumpir el tráfico, algo que se tomaban como cuestión personal. “¡Estos putos haraganes no tiene otra cosa que hacer que joder a los que trabajamos!”, bramó el conductor que me llevaba al aeropuerto del Prat, ante unos ciudadanos que el 2 de octubre protestaban por la actuación de la policía española el día anterior. Luego, con todo su rostro, me cobró la barbaridad que marcaba el taxímetro, pese a la normativa que establece una tarifa máxima para el trayecto entre la capital catalana y el aeródromo. “Eso no se aplica en circunstancias especiales como esta”, me espetó secamente, mientras en Mytaxi, la aplicación móvil que me encasquetó al mengano, todavía se me conminaba a dejarle una propina de entre el 10 y el 15 por ciento del servicio.

Y sí, es verdad que ni Uber ni Cabify son entes benéficos creados para aumentar el caudal de la felicidad humana, ya lo escribí cuando todavía la peña se tragaba la vaina de la economía colaborativa. Sin embargo, bastará que todos partan exactamente de las mismas condiciones y que los clientes escojan.

De Reikiavik a Donostia

El que no se consuela es porque no quiere. Siempre nos quedará Reikiavik, donde el pueblo ha salido a la calle para acordarse de la calavera de su primer ministro, uno de los chopecientos mandarines mundiales pillados con el carrito del helado de las ofsshores de Panamá. Con una gota de suerte, entre que llegan estas líneas al periódico y se publican, al tal Sigmundur Gunnlaugsson le da un ataque de dignidad y se pira a su casa. Antes de echarse a brincar y a tuitear con los ojos fuera de las órbitas que sí se puede, pongan en su contexto el hipotético éxito considerando que toda Islandia no alcanza la población de Bilbao. Y si quieren terminar de deprimirse, recuerden que el partido del pájaro este formó parte de la coalición gubernamental que llevó al país a la bancarrota, y que fue restituido en el poder después de lo que aquí celebramos como una revolución del copón. Quien la entienda, que compre a la ciudadanía boreal.

Moraleja: ocupémonos —y sobre todo, preocupémonos— de lo que nos toca más de cerca. ¿De lo de la Real? Anden, circulen, que ahí no hay nada que ver. Proclama el club y lo refrenda la autoridad fiscal competente en el territorio que eso está re-gu-la-ri-za-do. No hay por qué dudar de que sea así. Seguramente, hasta existen unos papeles que lo certifican. Otra cosa es que a los que somos de ir medio milímetro más allá de lo estrictamente legal nos dé por preguntarnos por lo moral y no aceptemos pulpo como animal de compañía. Y es aquí donde firmo al pie de las sabias palabras del consejero Toña: “Los que utilizan estrategias para defraudar nos están robando a todos”. Pues eso.