Rato a la sombra

De entre las imágenes de los últimos días, ninguna me ha parecido tan inspiradora como la de Rodrigo Rato Figueroa, plusmarquista sideral de la soberbia, pidiendo perdón urbi et orbi a la entrada de cárcel de Soto del Real. Es verdad que la humildad sobrevenida no colaba ni para festival de teatro escolar y que olía que echaba para atrás a solicitud anticipada de mejora de grado. También es un hecho indiscutible que al fulano le han permitido lo que se le niega a la inmensa mayoría de carne de presidio, es decir, escoger trullo y, dentro de un plazo, día y hora del ingreso. Podemos unir a las certezas la cortedad de la pena y el muy presumible trato privilegiado que se le dispensará al ya probado chorizo asturiano, y aun así, seguirá pareciéndome que hay motivos para el aleluya. Piensen que no hace muchas lunas creíamos sin duda que antes pasaría una caravana de camellos por el ojo de una aguja que este y otros tiburones por el control de acceso a una prisión para quedarse una temporada dentro. Y ya son unos cuantos, casi los suficientes para que empecemos a pensar que a lo mejor deberíamos corregir algunos estereotipos y soflamas sobre la impunidad.

Ya puestos, sería genial que también se aplicaran el cuento los malhechores de cuello blanquísimo que se tenían —con razón, por otro lado— por intocables. El vídeo del otrora todopoderoso vicepresidente español y mandarín máximo del FMI agachando la cerviz y balbuceando una contrición de baratillo debería convertírseles en pesadilla recurrente. Los próximos en abrir los telediarios y alimentar los memes virales de Twitter y Whatsapp podrían ser ellos. Ojalá.

El foco sobre Espinar

Está bien variar de vez en cuando la monodieta del Falcon Crest en Ferraz y franquicias asociadas. En esta ocasión, lo que el diputado Iglesias Turrión ha dado en motejar “Máquina del fango” colocaba el foco en el pablista de primera hora Ramón Espinar Merino, también conocido como Ramón Espinar hijo para diferenciarlo de su célebre padre, feliz titular en su día de una Tarjeta Black de Caja Madrid. Contaba la cadena SER a todo trapo que el aspirante a la secretaría general de Podemos en la comunidad de Madrid había acreditado sus pinitos en el proceloso mar de la especulación inmobiliaria. Le acusaba, como probablemente habrán leído u oído, de haberse embolsado 30.000 euros en la venta de un piso de protección oficial en Alcobendas que no había llegado a ocupar.

Siendo justos, es verdad que no fueron 30.000 sino 20.000, que la vivienda no era exactamente de protección oficial sino algo por el estilo, y que no pudo ocuparla porque cuando la pagó, estaba aún sin acabar. El marronazo queda, pues, en marroncito. Es más, no parece que haya absolutamente nada técnicamente punible.

Otra cosa es que llame la atención que un crío de 21 años de requeteizquierdas sin ingresos regulares se meta en una casa con dos garajes. Y qué decir del hecho de que la cooperativa promotora se la conceda y financie, o de que ese padre con el que hasta ahora aseguraba no tener trato le prestase un pastizal para la entrada. Venga, va: nada ilegal. ¿Feo? Allá cada cual. Pensemos, sin embargo, en Espinar como posible gestor de recursos públicos. Ha dejado claro que no tiene empacho en comprar lo que sabe que no podrá pagar.

«Lo demás, merde» (2)

Resumen de lo publicado: una antigua presentadora de noticieros televisivos convertida en reina por vía inguinal le hace cariñitos telefónicos a un compi yogui que está metido hasta las trancas en el pufo de la tarjetas black de Bankia. Un periódico digital —eldiario.es— se hace con los mensajes empalagosos de la mengana y de su real marido —que es más listo y no se compromete casi nada en sus escritos— y, como es lógico, los difunde. A pesar del silencio espeso de algunos de los más importantes medios de comunicación y de los representantes de tres de los cuatro principales partidos españoles, el asunto se convierte en un escándalo del carajo de la vela.

Y a partir de aquí, lo nuevo, que es que el gobierno en funciones toma cartas en el asunto. ¿Quizá para afear la conducta casquivana del Jefe del Estado y su señora? Pues no. Lo que ha hecho el ministro interino de Justicia es anunciar que se va abrir una investigación para determinar si la divulgación de los frotamientos verbales de la tal Ltzia (así firmaba) con su enmarronado partenaire de chakras constituye un delito de revelación de secretos. Como argumento, el licenciado Rafael Catalá esgrime su preocupación por el derecho a la intimidad y la protección de las comunicaciones. Otro del gabinete provisional que tal baila, el ostentador transitorio de la cartera de Interior, Jorge Fernández, se ha descolgado con la fresca que sigue: “Creo que es muy malo, afecte a quien afecte, que se revelen cosas que no deben ser conocidas”. Me dirán que menudo morro, pero vuelvo a exhortarles a sacar sus conclusiones. Es que si lo hago yo, me la cargo.

«Lo demás, merde»

No se sientan raros si a bote pronto no saben a qué diablos alude el encabezado de estas líneas. La clave está en una noticia que, por lo menos a la hora en que tecleo, ha sido convenientemente envuelta en sordina por dos razones. La primera —y supongo que accesoria—, porque se trata de una exclusiva de un medio concreto, eldiario.es, y este oficio mío es muy rácano a la hora de reconocer el mérito de una cabecera ajena. La segunda y definitiva causa del (bochornoso) silencio es que se trata de una información que retrata con precisión meridiana a los titulares de la Corona española. Ahí la prensa cortesana, que es tan abundante como en los tiempos del Borbón mayor, silba a la vía y habla del tiempo. O de las movidas internas de Podemos, que para el caso, pata.

Ocurre que la autora de esas palabras que les ponía como cebo es la antigua presentadora de telediario y hoy reina cañí, Letizia Ortiz Rocasolano. Antes de sorprenderles con el mensaje completo, les cuento que el destinatario es Javier López Madrid, un prenda que además de ser yerno del ministro franquista y constructor de postín, Juan Miguel Villar Mir, está implicado en varios marrones, entre ellos, el de las tarjetas black de Bankia. Fue precisamente tras descubrirse ese nauseabundo pastel, cuando la individua se dirigió a su amigo en estos términos: “Te escribí cuando salió el artículo de lo de las tarjetas en la mierda de LOC y ya sabes lo que pienso Javier. Sabemos quién eres, sabes quiénes somos. Nos conocemos, nos queremos, nos respetamos. Lo demás, merde. Un beso compi yogui (miss you!!!)”. Las conclusiones se las dejo a ustedes.

Incorrompibles o así (2)

Entre que a veces me explico fatal y que las columnas tienden a reescribirse en las mentes de ciertos lectores que quieren entender lo que está en su cabeza y no en la mía, hay quien concluyó que hace siete días trataba de justificar a los mangutas de las tarjetas black. Nada más lejos de mi intención. Hago míos todos los exabruptos que se les han lanzado por tierra, mar y aire, y si aun parece poco, los doblo o los triplico. Será por vitriolo, ya saben que me sobra.

Ocurre que en aquellas torpes letras no hablaba exactamente de ellos, sino de la moral ajustable de tantísimos que se rasgan las vestiduras con escándalo, cuando quizá deberían callarse. Clama al cielo, por ejemplo, que en el pelotón de los columneros y tertuliadores más encendidos por este trile se cuenten varios de los que asistieron a los Mundiales de Suráfrica y Brasil invitados por Iberdrola. O los que en Navidad y otras fechas menos señaladas reciben una caja de Vega Sicilia, un pase VIP para el Bernabéu, dos billetes en Business con alojamiento incluido para que se den un rule desestresante o fruslerías del pelo.

Y fuera de mi oficio, que tan dado es a dejarse agasajar sin que la ética padezca, ídem de lienzo. ¿Qué me dicen de esos congresos médicos en que las farmacéuticas apoquinan hasta la compañía femenina o masculina de los asistentes? ¿Y de los 10.000 empleados públicos que a día de hoy siguen cobrando un plus de hasta 640 euros al mes por “afrontar la amenaza de ETA”? Más abajo no me atrevo a llegar, que ya lindamos con el fraude cuya denuncia no es políticamente correcta. Dejo, no obstante, que ustedes completen la lista.

Incorrompibles o así

Me emociona comprobar la honradez inquebrantable de mis congéneres. La teórica, claro, la que se manifiesta en condiciones de laboratorio, en un vacío moral donde la integridad no corre el menor riesgo. En esas circunstancias completamente ajenas a la posibilidad de realización práctica, resulta que 99 de cada 100 mortales consultados aseguran que jamás aceptarían una tarjeta de crédito de la que tirar a discreción sin que el saldo de la cuenta propia disminuya ni un céntimo. Algunos hasta se ofenden por la duda, y la mayoría se descuelga con una filípica morrocotuda sobre la falta de principios y valores. La lanzan con tanta vehemencia que se queda uno avergonzado para sus adentros, pensando que ni con aceite hirviendo confesará que es la excepción de la centena, aunque ahora que caigo, me acabo de delatar ante ustedes.

Caray, no me miren así. No estoy diciendo que me tiraría en plancha a coger el plastiquito mágico. Solo que le daría un par de vueltas al asunto. Lo más probable es que al final pediría que apartaran de mi ese cáliz. Llevado por algún leve prejuicio ético, sí, pero más que nada —y aquí quizá vuelva a decepcionarles—, por miedo a que me pillasen, que es el mismo motivo que me impide mangar un libro en El Corte Inglés o colarme en el metro.

Júzguenme tan duramente como crean conveniente, pero no sin haber hecho antes su propio examen de conciencia al respecto. A sus pies, si salen del envite con buena nota. Y después, dediquen un tiempo a reflexionar sobre cómo es posible que, siendo los campeones de la virtud, surja a nuestro alrededor semejante cantidad de ladrones sin escrúpulos.