De injusticia en injusticia

No es la mejor temporada para creer en la Justicia española. En realidad, da igual cuándo lean la frase anterior. Hasta donde este juntaletras tiene memoria, los de las togas y las puñetas nos han regado con un sinfín de arbitrariedades a cada cual más obscena. Si no era la chufla del 23-F, era la filfa de los GAL, el caso Egunkaria, el atropello a Atutxa, Bateragune o, en lo más reciente, Altsasu o el Procés.

Y andamos en el suma y sigue hasta el infinito y más allá. Hagamos recuento de los desafueros en menos de una semana. Como menú degustación, el baranda del CGPJ, que lo es también del Tribunal Supremo, se ciscaba en la obligada neutralidad marcándose una exaltación borbónica donde no tocaba. Poco tardamos en enterarnos de que era el preaviso para lo que venía: la inhabilitación de la primera autoridad de Catalunya con la estúpida excusa de que se había negado a retirar una pancarta a favor de unos políticos encarcelados en medio de una campaña electoral.

El mismo día, otra sala de idéntico Tribunal rebajaba la pena de un maestro pederasta del Opus Dei de 11 a dos años de cárcel con argumentos de pata de banco. Sin tiempo para digerir lo anterior, la Audiencia Nacional absolvía ayer a Rodrigo Rato y sus 33 secuaces en la salida a bolsa de Bankia. Lo tremendo es que ni siquiera nos sorprende.

Rato a la sombra

De entre las imágenes de los últimos días, ninguna me ha parecido tan inspiradora como la de Rodrigo Rato Figueroa, plusmarquista sideral de la soberbia, pidiendo perdón urbi et orbi a la entrada de cárcel de Soto del Real. Es verdad que la humildad sobrevenida no colaba ni para festival de teatro escolar y que olía que echaba para atrás a solicitud anticipada de mejora de grado. También es un hecho indiscutible que al fulano le han permitido lo que se le niega a la inmensa mayoría de carne de presidio, es decir, escoger trullo y, dentro de un plazo, día y hora del ingreso. Podemos unir a las certezas la cortedad de la pena y el muy presumible trato privilegiado que se le dispensará al ya probado chorizo asturiano, y aun así, seguirá pareciéndome que hay motivos para el aleluya. Piensen que no hace muchas lunas creíamos sin duda que antes pasaría una caravana de camellos por el ojo de una aguja que este y otros tiburones por el control de acceso a una prisión para quedarse una temporada dentro. Y ya son unos cuantos, casi los suficientes para que empecemos a pensar que a lo mejor deberíamos corregir algunos estereotipos y soflamas sobre la impunidad.

Ya puestos, sería genial que también se aplicaran el cuento los malhechores de cuello blanquísimo que se tenían —con razón, por otro lado— por intocables. El vídeo del otrora todopoderoso vicepresidente español y mandarín máximo del FMI agachando la cerviz y balbuceando una contrición de baratillo debería convertírseles en pesadilla recurrente. Los próximos en abrir los telediarios y alimentar los memes virales de Twitter y Whatsapp podrían ser ellos. Ojalá.

La sandalia de David

Primera perplejidad: todo el mundo le está llamando zapato a lo que yo juraría que era una sandalia. Tal vez no tan abierta como las que los guiris de tópico y mi vecino del cuarto complementan con calcetines, pero sandalia, al fin y al cabo. Este verano me compré unas muy parecidas por treinta euros, y por la impresión que me dio, las del diputado de las CUP, David Fernández, no debían de ser mucho más caras. ¿Cuánto costarían los —esos sí— zapatos de Rodrigo Rato, el otro protagonista del episodio que tanto está dando que hablar? Tuiteé ayer que 3.000 euros y quizá exageré, pero les juro que hay mocasines de ese precio. Hará como quince años, Federico Trillo, compañero de partido, gobierno y tropelías del susodicho, presumió de calzarse con unos hechos a mano en Roma que le salían por doscientas y pico mil pesetas el par. Sumen la inflación y no andaré muy lejos. Del Primark no eran, eso seguro.

Luego está la cuestión de los verbos empleados en la narración de lo que ocurrió el pasado martes en el Parlament de Catalunya. Lanzar no es lo mismo que amenazar con lanzar, ni esto último es equiparable a mostrar, que fue a todo lo que llegó el portaveu cupero. Hacia el final de su intervención, se agachó, tomó la —insisto— sandalia, la sujetó sobre la mesa y largó una teórica sobre el simbolismo que tendría la acción en Irak. Ni siquiera golpeó el estrado con ella, al modo de Kruschev en la ONU o Beiras en la cámara gallega, que hay que ver lo que dan de sí —¿Cuestión de fetichismo?— los calcos en sede parlamentaria. Cierto que después mencionó el infierno, le llamó gánster al banquero y se adornó con un “¡Fuera la mafia!”, ya con el micrófono apagado.

Probablemente no fue una conducta ejemplar, pero tampoco me parece especialmente censurable, teniendo en cuenta los hechos acreditados por el que estaba enfrente, que —en eso sí me fijé— no presentaba marcas de esposas en las muñecas.

Imputados

Como aquel entrenador de natación que se conformaba con que no se le ahogara ninguno de sus pupilos durante una competición, yo me doy por satisfecho con haber podido leer la palabra “imputados” junto a los apellidos Rato, Acebes y compañía. Por desgracia, me temo que no podemos aspirar a mucho más que eso en la querella abierta en la Audiencia Nacional por el pufo de Bankia. Es cierto que vimos a Mario Conde y a algún que otro pardillo en la trena, pero aparte de que les llevaron a una de cinco estrellas, aquello fue más por una venganza personal que por ganas de hacerles pagar sus fechorías en Banesto. Bastante será que lleguemos a asistir a su sudorosa y nerviosa toma de declaración ante sus señorías. Qué foto para enmarcar.

Mientras llega ese momento, nos cantarán las mañanas con la presunción de inocencia y lo perverso de los juicios paralelos. ¡Ja! Con otras cuestiones no se andan con las mismas chiquitas ni se ponen tan garantistas. Esta vez, claro, la cosa cambia porque no va de pelanas o maletes de manual, sino de auténticos masters del universo. Ahí están, nada menos, dos apóstoles de Aznar: su vicepresidente y en una época ojito derecho, y su brazo —también derecho, faltaría más— ilegalizador. Estos, que según el auto del juez Andreu, pudieron falsificar cuentas y estafar a miles de accionistas, son los que en un tiempo hacían la ley.

No olvidemos a los otros 31 y, especialmente, a los que tienen un carné. Catorce del PP, dos del PSOE, otros dos de Comisiones Obreras y uno de Izquierda Unida. Ese simple enunciado, la mera combinación de números y siglas, vale por un millón de pruebas periciales o de declaraciones de testigos. Si añadimos que por sestear en el Consejo de Administración y aprobar lo que les pusieran delante se apañaban entre 130.000 y medio millón de euros (excluyendo los directivos profesionales, mejor pagados), queda casi todo explicado, ¿verdad?

Lo que nos costará Bankia

El rumboso estado español le va a regalar a Bankia 23.500 millones de euros. Eso, claro, si no aparecen nuevos pufos, porque el agujero del muerto financiero le da sopas con honda en velocidad de crecimiento al de la capa de ozono. Los que tenemos memoria y archivo recordamos que hace una semana nos juraron que con 4.500 millones llegaba y hasta sobraba para unas cañas. En febrero, que es casi anteayer, la entidad había tenido las santas narices de publicitar un superávit de 300 millones en 2011.

A fuerza de ser torpedeados por estas cantidades siderales, hemos perdido definitivamente la capacidad de imaginarlas y, desde luego, la de traducirlas a proporciones comprensibles para los mortales de a pie. Pero, aunque el resultado final vaya a ser multiplicar la indignación por el latrocinio del que seremos víctimas, merece la pena hacer el esfuerzo de ver qué se esconde entre tanto cero a la derecha. Ya que menciono el guarismo mágico, vean cómo queda el sablazo de Bankia cuando no lo escribimos en letra: 23.500.000.000. Y suerte que es en euros; si fuera en las viejas pesetas, nos quedaríamos sin espacio en la columna.

Estamos hablando de más de dos veces el presupuesto de 2012 de la CAV y más de siete el de Navarra. O si lo prefieren, del doble de los recortes en Educación y Sanidad decretados por el Gobierno de Mariano Rajoy. O de 2,4 puntos añadidos al ya brutal déficit español. Si les está pareciendo muy técnico, probemos con otras magnitudes más sencillas. Son 185 veces el presupuesto que suman Athletic, Real y Osasuna; 250 fichajes como el de Cristiano Ronaldo; 147 estadios como San Mamés Barria; o 327 veces el coste de Donostia 2016. Antes de que se me derrenguen por una lipotimia, la cifra definitiva: cada uno de ustedes participará en el escote salvador de Bankia con 500 euros. Lógicamente, es una media. Habrá muchos que se escaqueen. Adivinen quiénes pondrán su parte.

Responsabilidad profesional

Si a un ingeniero se le viene abajo un puente, tiene bastantes boletos para acabar entre rejas. En el mejor de los casos, le caerá un puro económico y, desde luego, es altamente probable que los únicos encargos que reciba en el futuro sean para hacer maquetas con palillos. A un cirujano que deje una cicatriz medio centímetro mayor que los estándares permitidos no le libra nadie, como poco, de que le monten un auto de fe de esos que vemos en House y ya puede tener una buena póliza que le cubra la indemnización millonaria que le costarán sus cuatro puntadas mal dadas. Yo mismo, si me da un calentón y escribo aquí que tal o cual fulano es un ladrón y un hijo de mala madre, sé que incluso siendo verdad, me expongo a un querellón y a terminar mis días redactando el horóscopo.

Responsabilidad profesional se llama todo esto que les describo. Las negligencias, igual da si son por acción u omisión, tienen un precio. En ocasiones es excesivo y hasta injusto, pero la conciencia de esa espada de Damocles que te rebanará la yugular en caso de cometer una cantada ayuda —o debería— a andarse con ojo con aquello que te procura el pan. ¿En todos los gremios? Ahí está el truco: nanay. Para ciertos oficios no rige este principio.

Entre los exentos, destacan los políticos, que tienen patente de corso para hundir sucesivamente las áreas que se les encomienden. De igual modo, un juez se puede permitir —pongamos— cerrar un periódico con la tranquilidad de que cuando se descubra que fue injustamente no le tocarán un botón de la toga. Luego están los entrenadores de fútbol. Los hay que llevan un congo de equipos descendidos y siguen contratándolos y cobrando el cojofiniquito. Y, last but not least, los gestores de bancos. Esos sí que saben. Mandan al carajo una entidad de supuesta probada solvencia y son premiados con un pico de muchos ceros a la derecha y un puestazo desde el que arruinar la siguiente.