Pancarteros impunes

El mismo día en que el Sadar guardaba un minuto de silencio y expresaba su rechazo por el último asesinato machista en Navarra, en los graderíos rojillos unos aficionados del Sevilla exhibían una pancarta en apoyo del presunto violador y probado tipejo que atiende por los alias Joselito el Gordo o El Prenda. Con nauseabundo desparpajo, se homenajeaba al considerado líder de una reata de mastuerzos entrullados preventivamente como sospechosos de una brutal agresión sexual en grupo cometida en los últimos Sanfermines. El vomitivo trapo permaneció desde antes del pitido inicial y hasta el final del encuentro en el lugar donde lo había plantado un desalmado hincha hispalense. Eso, pese a que su presencia había sido detectada y denunciada por varios espectadores en las mismas redes sociales donde se multiplicaban los mensajes de ánimo y simpatía hacia el tal Prenda o Gordo, al que se identificaba como “uno de los nuestros”.

Pero hemos de estar tranquilos. La muy diligente delegada del gobierno español en la Comunidad foral ya ha tomado cartas en el asunto. Ha dado instrucciones a la policía nacional —¡uauh!— para que elabore un informe —¡iepa!— al respecto y, si procede, lo traslade a… ¿LaFiscalía General del Estado? ¿La de la Audiencia Nacional? ¿La de Navarra, siquiera? Qué va. Confórmense con la Comisión Antiviolencia del Deporte español, chiringuito tan pomposo de nombre como absolutamente ineficaz en cuanto a hechos. Apuesten a que todo quedará en un encogimiento de hombros bajo alguna estúpida excusa. A nadie se le escapa que las ofensas que se castigan, incluso con cárcel, son de otra clase.

Osasuna, qué pena

A 150 kilómetros, lo de Osasuna mueve más a la piedad que a la indignación o, desde luego, la sorpresa. Como representación gráfica, no se me ocurre ninguna mejor que la pintada callejera que mostró el otro día en Twitter el (muy notable) poeta de Burlada Ángel Erro. En una pared anónima, un lúser —creo que ahora hay que escribirlo así— del recarajo y medio había escrito: “Todo me male sal”. Exactamente igual que a la institución rojilla, que no evitó la segunda división a pesar de haberse pulido un dineral en amañar un puñado de partidos, según confesión del lenguaraz e imagino que atribulado exgerente Vizcay. A los cargos que ya pesan sobre los antiguos directivos enmarronados, habría que añadir los de torpeza en grado superlativo y pardillez con balcones a la plaza. A la del Castillo, naturalmente.

Porque esa es otra: hasta donde le alcanzan a uno las matemáticas, diría que para trampear el resultado de un encuentro, sea de fútbol o de ping pong, hacen falta, como poco, dos, el que compra y el que se deja comprar. Dado que, siempre de acuerdo con lo que va trascendiendo, hubo una media docena de trapicheos, nos estamos poniendo en un buen pico de candidatos a declarar en comisaría y/o acabar en prisión preventiva. Ya vemos que, hasta la fecha, los únicos que están pringando son los de la capital del Arga.

¿Se ampliará la cuota de carne de banquillo al resto de los rufianes que participaron en los tejemanejes o las autoridades deportivas y su prima la Justicia española ya se dan por servidas con el costillar del chivo expiatorio que están merendando ante la opinión pública? Hagan sus apuestas.

Osasuna y el cinismo

No se cansa de hacer horas extras el gendarme de Casablanca. Ahora en la vieja Iruña: “¡Qué escándalo, qué escándalo! ¡Aquí se amañan partidos!”. Me pregunto si cuela y a quién. Fíjense que a este humilde escribidor de tontunas, aun estando a 150 kilómetros y habiéndose quitado mucho de la farlopa futbolera, le había llegado el chauchau ya hace un buen rato. Creo recordar que fue en medio del baile del abejaruco electoral que terminó con la victoria de Luis Sabalza literalmente por incomparecencia de rivales. Pudo ser incluso antes, en tiempos de la gestora que hubo de lidiar con el marronazo del descenso y el monumental pufo económico, sobre el que también el personal se hizo de nuevas, por cierto. Y no piensen que la confidencia me vino rodeada de candados ni me fue susurrada. Se comentaba a viva voz en las redacciones periodísticas de toda la navarridad. ¿Que por qué no se publicaba? De eso, solo les puedo ofrecer una intuición. Era cabrón buscar las pruebas concretas, pero más lo era la eventualidad de encontrarlas. Nadie quiere aparecer como el que le da la puntilla al club de los amores del terruño. Que inventen (o sea, que investiguen) otros.

Así fue. Un medio foráneo levantó la apestosa liebre y comenzó el rasgado ritual de vestiduras, no sin un primer impulso negador por parte de muchos aficionados. Diría que más o menos los mismos que celebraron el sonrojante rescate de Osasuna con un pastizal público. A todo esto, ¿podrían asegurar los tres partidos promotores de esa salvación de birlibirloque que cuando la aprobaron en el Parlamento no habían oído hablar del dinero que no aparecía?

También es fútbol

Me enteré de la victoria del Atlético de Madrid en la liga gracias a un destartalado transistor que escuchaban dos sin techo en el parque de Los Monos de Portugalete. A los sones del himno que certificaba el triunfo, se abrazaron y, ante mi estupefacción, prorrumpieron en expresiones de júbilo con los puños en alto. Luego, dieron sendos tragos del botellín de cerveza que compartían, recogieron sus mochilones y desaparecieron de mi vista en dirección a Santurtzi. Iban cogidos por el hombro. Un buen rato después de su marcha yo seguía tratando de asimilar la escena y desentrañando su significado. Durante unos minutos, me gustaría saber realmente cuántos, un par de personas arrojadas a la cuneta social acariciaron algo parecido a la felicidad porque unos millonarios habían conquistado un título que al cabo de un tiempo solo será un apunte del palmarés. Qué razón tenía el recientemente fallecido Vujadin Boškov: fútbol es fútbol.

Apenas 24 horas después de ser testigo de lo que les cuento, vi por la tele cómo se venía abajo la valla del graderío sur del Sadar tras el tempranero (e inútil) gol de Riera. La pasión desbordada y la negligente sujeción de la verja estuvieron a un tris de provocar una tragedia que habría dejado en anécdota la que suponía el descenso de los rojillos. Por fortuna, la avalancha humana se quedó, que no es poco, en huesos fracturados, magulladuras y un susto que no olvidarán sus protagonistas. Y de propina, en una imagen que vale por un quintal de moralejas, la del jugador del Betis N’Diaye llevando en brazos a un niño que había rescatado de la montonera. También es fútbol.

Los colores

Es enternecedora la candidez de los aficionados de un equipo de fútbol. Contra toda evidencia y, más inaudito, a pesar del sinnúmero de veces en que les han dejado el corazón en la raspa, se empecinan en la vana ilusión de que sus héroes pateabalones aman la camiseta que llevan como ellos mismos y matarían antes de lucir en el verde cualquier otra. La fantasía incluye la convicción absoluta de que no hay dinero en el mundo capaz de romper el idilio. Creen a pies juntillas que lo que el Dios esférico ha unido no lo separará el transfer. No intuyen —o seguramente sí, pero les da lo mismo porque en el fondo tienen vocación de autoflagelantes— que su ceguera es una hipoteca del enésimo desengaño. Tarde o temprano acaba llegando un cheque lo suficientemente grande y el amante bandido hace las maletas con nocturnidad y alevosía, sin detenerse a dejar en el espejo un mal post-it diciendo que fue bonito mientras duró. Lo más, un tuit de oficio, que sólo hace crecer la rabia del forofo despechado. Serás ca…

Si esta coreografía repetitiva del chasco se da en los clubs que tienen por norma echarse chulazos de alquiler que han chutado a puerta con mil y un escudos en el pecho, en aquellos en los que todavía quedan unos restos del romanticismo original, aunque estén ya muy aguados, la cosa adquiere dimensiones de tragedia. Confírmese en cualquier diario local y no les digo ya en blogs de la cosa o redes sociales. Unos clamando venganza y otros despatarrados de la risa por la cusqui que le han hecho al vecino. Primer pensamiento: que todos los dramas sean como este y que siempre que renunciemos a cenar sea porque no queremos, no porque no podemos. Segundo: si en tanto valoramos los sentimientos, no vayamos por ahí regalándolos a quienes hacen caja con ellos, y que conste que no hablo del jugador, que sólo ha cumplido el guión previsto. Tercero y último: asumamos que va a volver a pasar.

Canto a la derrota

Como, gracias a una tara genética de mi estirpe, no me dejé contagiar por la alegría explosiva, me resultó muy sencillo mantener a raya al virus que trajo desde Bucarest la hiel amarga de la derrota. Es una curiosa cualidad que tenemos las almas atormentadas: nos pasamos la vida encabronados por lo que al común de los mortales se la trae al pairo y, supongo que en justa compensación o por simple instinto de supervivencia, nos volvemos de mármol mientras todo el mundo a nuestro alrededor estalla en llanto inconsolable. Con nuestra también innata incompetencia para la empatía, todo lo que se nos ocurre es hacernos a un lado y contemplar el siempre lírico paisaje después de la batalla perdida.

A eso me dediqué la noche del pasado miércoles. Cumplido el trámite de un programa que me habría encantado no tener que hacer, salí a la calle con el respeto con que se acude a los funerales para infiltrarme en la desolada marea rojiblanca. Muy esperanzador, el primer apunte para mi cuaderno de campo imaginario: decenas de pares de ojos con rastros de lágrimas aún evidentes eran capaces de componer, en sincronía con todos los demás elementos de los rostros, una sonrisa más que aceptable. Tengo todavía pegada en la retina la de la veinteañera morena con una camiseta de Toquero que, seguramente al verme tan mayor, quiso cederme el asiento en el metro. Renuncié a su invitación y me quedé de pie fisgando a hurtadillas cómo chateaba —whatsupeaba, en realidad— con un desenfado que impedía sospechar que apenas hora y pico antes se le había hecho pedazos un sueño. En el resto del vagón tampoco había nada que delatara un drama reciente.

No volveré a reconocerlo jamás en público, pero coincidiendo con ese pensamiento, se vinieron abajo mis defensas. Llegué a casa con los ojos humedecidos y la confortante convicción de que nuestros equipos —todos ellos— engrandecen incluso en las derrotas más dolorosas.