Nuestros fascistas

Lástima que haya tenido que morir una persona para que nos demos cuenta. Lástima sobre lástima que, con nuestra memoria de pez, la revelación nos durará un suspiro. Insistamos con el fósforo, a ver si esta es la buena, y somos capaces de retener para siempre jamás que por estos pagos también tenemos una generosa cuota de bestias pardas sin escrúpulos que se envuelven en banderas futboleras y de las otras para practicar la violencia gratuita. Del mismo jaez que los del Frente Atlético que asesinaron a Aitor Zabaleta. Calcaditos en carencia neuronal a los cabestros del Sevilla que tienen a La Manada como ejemplo moral. Indistinguibles, salvo por los colores, del trozo de carne del Betis que hostió porque sí a un ciudadano que tomaba un café en Bilbao o que la jauría del mismo equipo que jalea al seis veces presunto maltratador Rubén Castro.

Cuánta razón —y me jode dársela a un personaje histórico que aborrezco— tuvo Winston Churchill cuando vaticinó que los fascistas del futuro se llamarían a sí mismos antifascistas. Pero es que tal cual, oigan. Vale, casi, porque los del terruño dicen faxistak, pronunciándolo en perfecta imitación de Macario, el muñeco de José Luis Moreno. Y así salieron con sus bufanditas, sus canesús y la quincalla habitual (puños de hierro, porras extensibles y demás) a disfrutar de lo que para ellos era una oferta dos por uno en el hipermercado del odio. Un chollo, oigan, por el mismo precio poder abrir unas cabezas de vándalos rusos y, lo mejor, ejercitarse en el pimpampum con la aborrecida zipaiada. Pero qué más da lo que se diga, si estará olvidado antes del próximo partido.

«¡Puigdemont a prisión!»

Oigo, patrioteros hispanistanís, vuestra aflicción. Más bien, la cuita reflejada en la consignilla coreada hasta la náusea en los diversos guateques, barbacoas y grescas varias a mayor gloria de la unidad supuestamente amenazada por la perfidia catalana. “¡Puigdemont a prisón!”, salmodian con gran ímpetu señoronas de triple capa de perlas, zotes irrecuperables de Foro Coches, funcionarios del orden de paisano a los que se les nota una hueva lo que son o, en fin, clones de Mauricio Colmenero producidos en serie.

Y esos son los más civilizados, pues en no pocas de las jaranas se barrita con el mismo denuedo y ardor la versión con tres rombos de la cantinela, que no deja de ser la amenaza que ni supo que había hecho el indocumentado Pablo Casado: “¡Puigdemont al paredón!”.Tal gritaba, por ejemplo, antes de liarse a sillazos en Barcelona el pasado 12-O, el malnacido ultra del Betis al que vimos agredir salvajemente a un hombre que se estaba tomando un café en la Plaza Nueva de Bilbao.

Vean qué plano más preciso del mecanismo del sonajero. Los tipos que andan reclamando que entrullen a un señor que simplemente ha puesto unas urnas se dejan acompañar por matones como esa montaña de mierda con nariz y orejas, que debería estar en la trena hace un buen rato. Desde antes, incluso, de la paliza de Bilbao, porque como ya escribí aquí mismo, el individuo y sus compinches las lían parecidas en cada lugar que pisan. Por supuesto, no espero que lo entiendan. Cómo van a hacerlo si jalean a su gurú, el novio de Isabel Preysler, cuando ante una marea rojigualda grita que el nacionalismo es la peor de las pestes.

Matones consentidos

Además de elevarnos la bilis hasta las orejas, el episodio del cagarro humano que hostió impunemente a un chaval mientras le escupía fascistadas nos ha enseñado varias cosas. Para empezar, que el Código Penal español es una mierda pinchada en un palo. ¿Cómo es eso de que hay que buscarse recovecos judiciosos para tratar de emplumar al matón porque lo que han visto y oído millones de personas no es perseguible de oficio y debe mediar denuncia de la víctima? Parece, además, que tal despropósito reza para la paliza, para las humillaciones verbales, para la grabación y la difusión del vídeo y para las nauseabundas bocachancladas posteriores del tipo jactándose de su hazaña. Eso, sin entrar en el kilo y pico de situaciones en que sabemos que no se ha actuado así porque concurrían otro tipo de circunstancias geográficas y/o ideológicas.

Claro que hay una inmoralidad previa aún mayor. El montón de carne anabolizada que se ha anotado una muesca más en su bíceps tiene un interminable historial de acciones similares, lo mismo que la panda de fachuzos descerebrados que lo acompañan. Sin embargo, y aunque la lían por donde pisan, se mueven tan ricamente de aquí para allá y acceden sin problemas a los estadios de fútbol, rodeados de un dispositivo policial que, tócate de nuevo los pies, pagamos los ciudadanos a escote.

En el caso concreto que nos ocupa, a lo anterior hay que añadir que estos fulanos dicen ser aficionados del Betis. Como los que jalean al siete veces imputado por violencia machista Rubén Castro o al neonazi ucraniano Roman Zozulya mientras el resto de la hinchada y el club silban a la vía.

La decencia del Rayo

Mi nivel de desapego de lo futbolístico es tal que desconocía por completo la existencia de un jugador ucraniano del Betis llamado Roman Zozulya. Palabra que no había oído hablar de sus presuntas virtudes balompédicas y —esto es más raro— tampoco de sus reiteradas exhibiciones fascistas sin matices. La red está llena de fotos en que aparece ataviado de rambete supremacista eslavo, con toda la parafernalia simbólica de la ultraderecha de su país y, por si faltaba algo, empuñando armamento diverso.

Con esas credenciales, es un despiporre ver al gachó, tan duro él, haciendo pucheritos y ladrando al mundo su dolor porque la modélica afición del Rayo Vallecano ha frustrado su cesión al club del barrio madrileño. Pese a que su situación en la clasificación de segunda división, bordeando los puestos de descenso, no es para echar cohetes, la inmensa mayoría de la masa rayista no ha dudado en rechazar lo que podría haber sido un gran refuerzo en el césped. A riesgo de perder la categoría, se ha optado por la decencia de no manchar la camiseta ni el escudo.

Aunque el antiguo militante de Fuerza Nueva que preside la Liga de Fútbol Profesional anda amenazando con querellas por coacciones, el tal Zozulya ha tenido que volver al Villamarín con el rabo entre las piernas. Allí sí parece haber sitio y aplausos para tipos de su catadura. De hecho, a su regreso a Sevilla, le aguardaba una jauría de hinchas que lo jalearon como a un héroe. Nada de lo que extrañarse, por desgracia, en un lugar donde el ídolo local es Rubén Castro, un fulano al que se le imputan siete delitos de malos tratos y uno de agresión sexual.

8 de marzo + 1

Hinco humildemente la rodilla para reconocer mi nuevo error. Vaya un columnero de las narices, clamando contra minucias como el silencio, el amparo y la justificación de centenares de agresiones sexuales por la progresía más fetén, cuando hay denuncias mil veces más urgentes. Verbigratia, acabar con el intolerable oprobio del cartel no inclusivo de las cortes españolas, que reza solamente “Congreso de los diputados”, como si dentro no sudaran también la gota gorda las diputadas.

Y miren que ni siquiera se me pedía que me pusiera reivindicativo, pues el espíritu de la jornada permitía también hacer la ola ante los inmensos logros cosechados por la causa de la igualdad. Alguno de alcance sideral, como los semáforos paritarios —¿O son paritorios?— de Valencia, donde el falocrático monigote habitual se alterna con la representación luminosa de una mujer. ¿Y cómo se sabe que es una mujer? Pues porque se ha vestido al icono con una falda. Comentaría que manda muchas pelotas la identificación de lo femenino con tal prenda, pero me voy a ahorrar las collejas de los —¡y las!— bienpensantes, que ya llevo unas cuantas estos días.

Así que, nada, celebro el triunfo y lo sitúo a la altura de la camiseta verde y rosa —juraría que otro topicazo, pero mis labios están sellados— con que el Betis homenajeó el domingo a las mujeres. Como quizá sepan, en la primera plantilla del club están Rubén Castro, presunto maltratador múltiple al que jalea parte de la hinchada, y Rafael Van der Vaart, que golpeó en público a su ex mujer hace tres años. Insignificancias; lo importante es, como siempre, el gesto para el selfie.

Poco Betis

Esas coincidencias del almanaque. El domingo, 8 de marzo, mientras todo quisque se venía arriba con los manoseados y falsarios eslóganes dizque por la igualidad, el estadio Benito Villamarín en pleno aclamaba a un presunto maltratador. A quién le importará que al tal Rubén Castro se le pidan dos años y un mes de cárcel bajo la acusación de haber dejado la cara de su exnovia como un mapa, si en jornada tan señalada el tipo le casca tres goles al Valladolid, rival directísimo por el ascenso, y consigue alzar al cuadro verdiblanco al coliderato de la Segunda División. ¡Musho Beti, musho beti, heh, heh!, y allá que le vayan dando a todo lo demás.

¿Alguien debería extrañarse? No, desde luego. Estamos hablando del mismo campo donde durante semanas se coreó que la víctima de las palizas era una puta y que su supuesto agresor e ídolo local había hecho muy bien en atizarle una mano de guantás. Como ya escribí, directiva, cuerpo técnico, plantilla al completo, medios locales y, desde luego, afición con contadas excepciones fueron cómplices cobardes de todo aquello. Y cuando por chiripa trascendió, en lugar de bajar la cabeza y pedir perdón, la respuesta fue una campaña bajo el lema —¡Hay que joderse!— “El Betis se respeta”.

Ya vemos cómo: jaleando histéricamente a un tipo juzgado por cuatro delitos de violencia machista y otro de amenazas. El mismo, por cierto, que cuando le preguntan qué le parecen los vomitivos cánticos de sus seguidores sale por esta petenera: “Cada uno es libre de decir lo que quiera”. Pero como marca goles —tres el domingo, día internacional de la mujer— es un héroe intocable. Asco.

Qué asco, alé, alé

No han pasado ni tres meses de las lágrimas de cocodrilo, los golpes de pecho y la indignación de plexiglás. Tras el asesinato de un hincha del Dépor a manos de una jauría de miembros del Frente Atlético, el fútbol patrio(tero) tocó a rebato. Se suponía, y así se cacareó, que aquello era el non plus ultra. De ahí en adelante, los energúmenos serían expulsados de los estadios y se perseguiría con lupa de un millón de aumentos cada acto reprobable que tuviera lugar en las gradas. El listón se puso tan ridículamente bajo, que en el campo del Villarreal fue requisada una tosca pancarta en la que se leía “Sexo, gol y Finnbogason”. Medio diapasón más arriba, la farisea Liga de Fútbol Profesional puso en búsqueda y captura a unos aficionados que habían coreado en el Camp Nou “Cristiano Ronaldo, borracho, oé, oé”.

Comparen ese cántico casi infantilón dedicado al astro portugués con este otro que se entona en el Benito Villamarín en cada partido para animar a un jugador del Betis al que se le piden dos años de cárcel por malos tratos a su exnovia: “Rubén Castro, alé, alé, no fue tu culpa, era una puta, alé, alé, lo hiciste bien”. Aunque fue el pasado fin de semana cuando saltó la noticia, provocando el fingido escándalo de dirigentes del club sevillano y de mandamases del deporte español, lo cierto es que hace ya muchos meses que esa atrocidad se berrea ante el silencio cómplice general. Silencio nauseabundo que incluye a la directiva bética, al cuerpo técnico, la plantilla en pleno, la afición verdiblanca con honrosas excepciones, y desde luego, a la prensa local, que ha hecho literalmente oídos sordos. Alé, alé.