Matones consentidos

Además de elevarnos la bilis hasta las orejas, el episodio del cagarro humano que hostió impunemente a un chaval mientras le escupía fascistadas nos ha enseñado varias cosas. Para empezar, que el Código Penal español es una mierda pinchada en un palo. ¿Cómo es eso de que hay que buscarse recovecos judiciosos para tratar de emplumar al matón porque lo que han visto y oído millones de personas no es perseguible de oficio y debe mediar denuncia de la víctima? Parece, además, que tal despropósito reza para la paliza, para las humillaciones verbales, para la grabación y la difusión del vídeo y para las nauseabundas bocachancladas posteriores del tipo jactándose de su hazaña. Eso, sin entrar en el kilo y pico de situaciones en que sabemos que no se ha actuado así porque concurrían otro tipo de circunstancias geográficas y/o ideológicas.

Claro que hay una inmoralidad previa aún mayor. El montón de carne anabolizada que se ha anotado una muesca más en su bíceps tiene un interminable historial de acciones similares, lo mismo que la panda de fachuzos descerebrados que lo acompañan. Sin embargo, y aunque la lían por donde pisan, se mueven tan ricamente de aquí para allá y acceden sin problemas a los estadios de fútbol, rodeados de un dispositivo policial que, tócate de nuevo los pies, pagamos los ciudadanos a escote.

En el caso concreto que nos ocupa, a lo anterior hay que añadir que estos fulanos dicen ser aficionados del Betis. Como los que jalean al siete veces imputado por violencia machista Rubén Castro o al neonazi ucraniano Roman Zozulya mientras el resto de la hinchada y el club silban a la vía.

La decencia del Rayo

Mi nivel de desapego de lo futbolístico es tal que desconocía por completo la existencia de un jugador ucraniano del Betis llamado Roman Zozulya. Palabra que no había oído hablar de sus presuntas virtudes balompédicas y —esto es más raro— tampoco de sus reiteradas exhibiciones fascistas sin matices. La red está llena de fotos en que aparece ataviado de rambete supremacista eslavo, con toda la parafernalia simbólica de la ultraderecha de su país y, por si faltaba algo, empuñando armamento diverso.

Con esas credenciales, es un despiporre ver al gachó, tan duro él, haciendo pucheritos y ladrando al mundo su dolor porque la modélica afición del Rayo Vallecano ha frustrado su cesión al club del barrio madrileño. Pese a que su situación en la clasificación de segunda división, bordeando los puestos de descenso, no es para echar cohetes, la inmensa mayoría de la masa rayista no ha dudado en rechazar lo que podría haber sido un gran refuerzo en el césped. A riesgo de perder la categoría, se ha optado por la decencia de no manchar la camiseta ni el escudo.

Aunque el antiguo militante de Fuerza Nueva que preside la Liga de Fútbol Profesional anda amenazando con querellas por coacciones, el tal Zozulya ha tenido que volver al Villamarín con el rabo entre las piernas. Allí sí parece haber sitio y aplausos para tipos de su catadura. De hecho, a su regreso a Sevilla, le aguardaba una jauría de hinchas que lo jalearon como a un héroe. Nada de lo que extrañarse, por desgracia, en un lugar donde el ídolo local es Rubén Castro, un fulano al que se le imputan siete delitos de malos tratos y uno de agresión sexual.