«Ajustada a Derecho»

En mi última descarga compartía con ustedes el asco infinito y la brutal desazón que me produjo la sentencia del ya para los restos Tribunal de La Manada que reducía a diez meses la condena a un tipo que intentó matar de dos maneras distintas a una mujer en presencia de los hijos de ambos. Hoy, trepando por la escala del dolor y la perplejidad, les hago partícipes de mi espanto por el aguacero de justificaciones de la decisión judicial de marras que me ha caído desde la publicación de la columna. Y no precisamente solo por parte de gañanes de palillo en comisura babosa y copazo de Soberano, que también, sino en su mayoría, por hombres (ahora que me doy cuenta, únicamente hombres) muy cabales y profesionales del Derecho que ejercen en varios ámbitos, desde la universidad a los juzgados en diferentes responsabilidades, incluida la de dictar sentencias.

Algunos de esos educados bofetones por lo que escribí han sido públicos —vayan a mi muro de Facebook— y otros los he recibido en privado. Absolutamente todos tienen en común la misma idea: no hay un solo pero que ponerle a la sentencia y los que nos atrevemos a discrepar somos átomos manipulados de una turbamulta ignorante que solo merece el desprecio de los sumos sacerdotes de la ciencia jurídica. No crean que se conforman con el comodín del “es ajustada a Derecho”. Sostienen sin dudar que es justa. O sea, les parece totalmente de recibo que se vaya casi de rositas alguien que —¡en presencia de sus aterrados hijos!— intentó asfixiar y acuchillar a su pareja. ¡Solo porque no termina de hacerlo! Y aquí sí que no hay más preguntas, señorías. Hoy es 25-N, ¿verdad?

Poco Betis

Esas coincidencias del almanaque. El domingo, 8 de marzo, mientras todo quisque se venía arriba con los manoseados y falsarios eslóganes dizque por la igualidad, el estadio Benito Villamarín en pleno aclamaba a un presunto maltratador. A quién le importará que al tal Rubén Castro se le pidan dos años y un mes de cárcel bajo la acusación de haber dejado la cara de su exnovia como un mapa, si en jornada tan señalada el tipo le casca tres goles al Valladolid, rival directísimo por el ascenso, y consigue alzar al cuadro verdiblanco al coliderato de la Segunda División. ¡Musho Beti, musho beti, heh, heh!, y allá que le vayan dando a todo lo demás.

¿Alguien debería extrañarse? No, desde luego. Estamos hablando del mismo campo donde durante semanas se coreó que la víctima de las palizas era una puta y que su supuesto agresor e ídolo local había hecho muy bien en atizarle una mano de guantás. Como ya escribí, directiva, cuerpo técnico, plantilla al completo, medios locales y, desde luego, afición con contadas excepciones fueron cómplices cobardes de todo aquello. Y cuando por chiripa trascendió, en lugar de bajar la cabeza y pedir perdón, la respuesta fue una campaña bajo el lema —¡Hay que joderse!— “El Betis se respeta”.

Ya vemos cómo: jaleando histéricamente a un tipo juzgado por cuatro delitos de violencia machista y otro de amenazas. El mismo, por cierto, que cuando le preguntan qué le parecen los vomitivos cánticos de sus seguidores sale por esta petenera: “Cada uno es libre de decir lo que quiera”. Pero como marca goles —tres el domingo, día internacional de la mujer— es un héroe intocable. Asco.

Qué asco, alé, alé

No han pasado ni tres meses de las lágrimas de cocodrilo, los golpes de pecho y la indignación de plexiglás. Tras el asesinato de un hincha del Dépor a manos de una jauría de miembros del Frente Atlético, el fútbol patrio(tero) tocó a rebato. Se suponía, y así se cacareó, que aquello era el non plus ultra. De ahí en adelante, los energúmenos serían expulsados de los estadios y se perseguiría con lupa de un millón de aumentos cada acto reprobable que tuviera lugar en las gradas. El listón se puso tan ridículamente bajo, que en el campo del Villarreal fue requisada una tosca pancarta en la que se leía “Sexo, gol y Finnbogason”. Medio diapasón más arriba, la farisea Liga de Fútbol Profesional puso en búsqueda y captura a unos aficionados que habían coreado en el Camp Nou “Cristiano Ronaldo, borracho, oé, oé”.

Comparen ese cántico casi infantilón dedicado al astro portugués con este otro que se entona en el Benito Villamarín en cada partido para animar a un jugador del Betis al que se le piden dos años de cárcel por malos tratos a su exnovia: “Rubén Castro, alé, alé, no fue tu culpa, era una puta, alé, alé, lo hiciste bien”. Aunque fue el pasado fin de semana cuando saltó la noticia, provocando el fingido escándalo de dirigentes del club sevillano y de mandamases del deporte español, lo cierto es que hace ya muchos meses que esa atrocidad se berrea ante el silencio cómplice general. Silencio nauseabundo que incluye a la directiva bética, al cuerpo técnico, la plantilla en pleno, la afición verdiblanca con honrosas excepciones, y desde luego, a la prensa local, que ha hecho literalmente oídos sordos. Alé, alé.

De la tortura

Indignación con carácter retroactivo. Ocho años después, un periódico saca del congelador el vídeo de tres soldados españoles moliendo a patadas a unos presos iraquíes encerrados en una mazmorra de Diwaniya, base de los tercios pacificadores de su majestad en aquellos andurriales del eje del mal. La conciencia perezosa de los mansos, que en realidad somos casi todos, se rebela. En algunos casos, porque les han jodido el café y el croasán dominical con las duras imágenes; te conectas para ver cómo ha quedado Alonso en Australia y te encuentras con eso. A otros les incomoda enterarse abruptamente de que los héroes humanitarios que nos sacaban en los publirreportajes patrióticos llevan el sadismo tatuado al lado del amor de madre y demás calcomanías legionarias. Y los hay también que simplemente se suben a la ola del rasgado tuitero de vestiduras aunque en su fuero interno se la traiga al pairo que inflen a hostias “a unos moros que seguramente se lo merecían”.

Tenemos un problema respecto a la tortura. Uno muy serio. Al primer bote y, especialmente si hay público, nos parece fatal. Villanía, vesanía, tropelía… Se nos agota el campo semántico en la denuncia. Pero luego, en la intimidad del hogar, no se nos atragantan los nachos viendo cómo el poli de nuestra serie favorita le calza unas yoyas al maloso en el interrogatorio. Al contrario, celebramos que se le vaya la mano y deseamos fervientemente que le caiga otra, y otra, y otra más.

De acuerdo, pero eso es ficción. En la vida real hilamos más fino. ¿Seguro? Me encantaría poder afirmarlo. Sin embargo, no dejo de ver, en el mejor de los casos, reproches asimétricos en función de quién da y quién recibe. La descalificación de los malos tratos no suele ser absoluta ni atiende a principios éticos básicos. Funciona como reacción de parte, revelando una descomunal hipocresía y, lo peor, provocando su perpetuación por los siglos de los siglos.