¿Y qué opina Alonso?

Si lo piensan, tampoco es tan extraño que el petimetre Pablo Casado, un tipo que se merca másteres de Harvard en Aravaca y que cree que Getxo está en Gipuzkoa, vaya por ahí expandiendo la idea de que la Ertzaintza es una especie de policía de la señorita Pepis. Este humilde columnero que les canta las mañanas ni se molestó en indignarse ante la penúltima soplagaitez del ahijado putativo de Aznar. Me limité a sonreír con resignación cuando le escuché vomitar que si llega a Moncloa, hará que la Policía Nacional y la Guardia Civil, presunta Benemérita, tengan prevalencia sobre el resto de los cuerpos de orden público.

Qué santa paciencia, la de Aitor Esteban al contestarle lo obvio: que el Estatuto de Gernika, incluso en la parte más o menos cumplida y creíamos que asumida por todos, deja claro el carácter de la Ertzaintza como policía integral. Es más, si hay algo sujeto a debate es la negativa reiterada a replegar a los de los uniformes azules y verde oliva. Como sostuvo el portavoz de Lakua, Josu Erkoreka, la memez del chisgarabís palentino entra en la categoría de agresión a ese Estatuto que tan fariseicamente festejado. Y aquí es donde uno se acuerda de Alfonso Alonso, nominalmente responsable del PP vasco o, según me decía el otro día una lengua viperina, el encargado de ventas de la zona norte. Tengo la certeza de que ni de lejos comparte la demasía de su jefe y que en su fuero interno está que fuma en pipa, pero algo me dice que no saldrá a enmendarle la plana. Bajará la testuz y, como las veces anteriores, dirá que estamos haciendo una “lectura nacionalista” de las palabras de Casado. Apuesten algo.

Denunciar no es calumniar

Pues otra vez los golpes en la puerta no eran del lechero, salvo que lo tomen por el lado metafórico. Gajes de la democracia a la española y de sus presuntos guardianes de uniforme, con gran frecuencia dispuestos a demostrar quién manda aquí. Y, como ha sido el caso de las últimas horas en Navarra, a regalar ocho excursiones de ida y vuelta al cuartelillo por un quítame allá esa pintada. En concreto, una ubicada en Burlada en la que se ven unas manos encadenadas, la palabra Tortura atravesada por un trazo rojo y el anagrama #Aztnungal, es decir, Laguntza, escrito de derecha a izquierda.

¿Qué tiene todo eso de delictivo? Quienes no estén al corriente del asunto podrán pensar en un exceso de celo ante el incumplimiento de algún reglamento en materia de limpieza urbana. Pero no. Se supone que todos los elementos referidos constituyen, al parecer de la luminaria que ha ordenado el operativo, un delito de injurias y calumnias a las Fuerzas de Seguridad del Estado. Si no estuviéramos ante una martingala tan grave, la primera sonrisa sería al pensar en lo fácilmente que se dan por aludidas las tales fuerzas y lo mal que les sientan ciertas verdades.

Quizá haber escrito lo anterior me haga merecedor del mismo trato que han recibido los detenidos. Si eso toca, sea, pero ni ellos, ni servidor ni miles de personas o entidades respetables —empezando por Amnistía Internacional— decimos nada que no se haya constatado en numerosas ocasiones: por estos lares se ha torturado y se sigue torturando. Y las denuncias ni siquiera se investigan, como prueban las multas a España del Tribunal europeo de Derechos Humanos.

Conversos acelerados

Espectáculo bien poco edificante. Una manga de garrulos, policías municipales de profesión, le montan un tiberio a su responsable político porque les ha quitado el juguetito que sirve para dar hostias a mansalva y sin necesidad de justificación, oséase, las Unidades de Antidisturbios. Es el clásico “Te vas a cagar, civil mingafría” que hemos visto tantas veces —y algunas, muy cerca—, en versión corregida y aumentada. Unas capuchitas por aquí, unas rojigualdas por allá, algún brazo viril que se pone tieso con la Viagra de la épica, el consabido guantazo al móvil de una periodista acompañado de un exabrupto machirulo, y lindezas como “puto gordo” o “rojo de mierda” proferidas al destinatario de la gresca, Javier Barbero, a la sazón, concejal de Seguridad de la (noble) Villa de Madrid. Como atinadamente apuntó el atribulado edil, la escena se corresponde en forma y fondo con cualquier acto de extorsión fascista. Y sí, puede estar gastada la palabra, pero aquí no cabe otra, así que la silabeo: fas-cis-ta.

Ahora bien, anotado lo anterior, creo que sin dejar lugar a la menor sospecha de tibieza, también les cuento que no pude evitar descuajeringarme de la risa al contemplar cómo llegaba al rescate del munícipe en apuros… ¡su coche oficial! No me digan que ahí no hay una paradoja, una parajoda, una moraleja, una moralina, o como poco, materia para una chirigota, dos milongas y tres ditirambos. Item más, cuando una vez a salvo pero aún con las rodillas temblonas, el gachó se ciscaba en las muelas de la Policía Nacional por no haber entrado a saco contra la pitufada levantisca. Carajo con los conversos.

Fabricando pruebas

Como sabemos de largo por aquí arriba, la policía española opera a menudo exactamente a la inversa de lo que marcan los manuales. En lugar de tirar de un hilo y ver a dónde conduce, decide de antemano a quién hay que echar el guante, y a partir de ahí, se dedica a recopilar las pruebas que demuestren la culpabilidad del que quieren llevar esposado al cuartelillo. Dado que buscar pistas e indicios es demasiado laborioso, máxime cuando el objetivo elegido puede ser del todo inocente, lo más práctico es saltarse ese paso y proceder a la creación de elementos probatorios a medida. Ni siquiera hace falta esmerarse en la confección. Por un lado, está la manga ancha de las togas judiciales, y por otro, que siempre habrá un medio amigo —o un plumilla con ínfulas de sabueso— para que un par de fotocopias chapuceras conviertan en delincuente a quien no lo es.

Tiene toda la pinta de que el alcalde de Barcelona, Xavier Trias, ha sido la penúltima víctima de este modus operandi. Durante cuatro días, ha tenido que sufrir otras tantas portadas del diario El Mundo que le acusaban de haber tenido una multimillonaria cuenta en Suiza. Se aportaba documentación filtrada directamente desde las covachas policiales que ha resultado falsa. Una carta de la Unión de Bancos del país helvético certifica no solo que Trias jamás ha sido cliente de ninguna entidad de aquellas latitudes, sino que la numeración del depósito que se le atribuía es un invento chusco. Y lo más grave es que hay periodistas que aseguran haber recibido presiones del ministerio de Interior para que dieran pábulo a la trola infecta. Pura marca España.

Queridos torturadores

Triste privilegio de los detenidos hasta bien entrados los años ochenta: sabían el nombre y la jeta que tenían sus torturadores. Sádicos, ególatras y, por supuesto, conscientes de su impunidad, a los matasietes policiales del franquismo y el (eterno) postfranquismo les ponía pilongos que se supiera cómo las gastaban en el cuarto oscuro. Firmaban cada mamporro que calzaban y, arrebatados de chulería, exigían a sus víctimas que propagaran la identidad del que les había tatuado en el cuerpo un mapamundi de moratones. Luego se iban al garito de costumbre a gallear, cubata de Larios en mano, de cómo un rojo de casi dos metros se les había rilado a la tercera patada en los huevos, menudo es el inspector Tal o el comisario Cual.

¿Y nunca pagaron por ello? Al contrario. Buena parte de estos criminales uniformados recibieron condecoraciones, menciones de honor y ascensos en reconocimiento a su abnegación para preservar el orden público. Con la rúbrica del ministro de interior correspondiente, siempre un demócrata de toda la vida. En el peor de los casos, a los que no supieron adaptarse a los nuevos tiempos que exigían maltratar con cierta discreción se les proporcionó una licencia de estanco, una colocación para no hacer nada en cualquier empresa del INI o, si se terciaba, un cheque para abrir un club de alterne. Manteniendo pipa y placa o en esos plácidos retiros, los calendarios se han ido sucediendo sobre ellos sin novedad. Estaban a salvo —no me digan que no es para llorar— gracias a la misma ley de amnistía que en 1977 sacó de la cárcel a algunos de sus martirizados.

Estos días una jueza argentina ha entrado donde jamás quisieron hurgar su colegas españoles. Ha pedido la detención de cuatro de esos psicópatas. Tarde. Dos se fueron tan ricamente al otro barrio. Los otros que aún respiran, el siniestro Billy el niño y el desalmado Capitán Muñecas, saben que no hay pelotas a tocarles un pelo.

Urquijo gana

Carlos Urquijo, procónsul de Hispania en Vardulia, no olvidará fácilmente esta, su mejor semana desde que fue largado con una patada hacia arriba del nido pop en que desentonaba su repertorio de cante jondo. Como entrante frío, la ventura de ver pasar ante su puerta el cadáver político de quien le premió castigándole o le castigó premiándole, nunca lo sabremos. Qué delicioso bocado de justicia poética saber que Los Olivos está más cerca de Gran Vía y Génova que cualquier búnker lujoso de México D.F. Y de postre, un dulcísimo tartufo horneado por encargo en Ondarroa, territorio comanche convertido para su exclusivo deleite en reñidero de las dos estirpes del Caín vascón, la que tira al monte y la que no tanto.

Pulso al Estado en carne ajena. Así se las ponían a Fernando VII y se las ponen a su excelencia el Delegado, que no obstante, no vio su dicha entera. Qué pena que, como había soñado, a última hora no recibiera una llamada de la Consejera pidiéndole sopitas. Con gusto infinito habría mandado la caballería a restablecer el orden al modo de los elefantes en las cacharrerías y, de paso, a demostrar que la Ertzaintza sirve para perseguir a ladrones de gallinas y poco más. “La policía española hace lo que la vasca no tiene pelendengues a hacer”, habría saludado la hazaña la prensa cavernaria, que se ha tenido que conformar —tampoco está mal— con difundir la especie del paripé pactado. La misma, por cierto, a la que se ha apuntado raudo y veloz el PSE que dirigía el cuerpo el día que cayó muerto de un pelotazo Iñigo Cabacas.

Hay mil formas de contar las cosas. Ocurre que cuando la propaganda entra por puerta, las verdades saltan por la ventana. Entre ellas, una que iba a misa desde el minuto cero: la detención de Urtza Alkorta era un desenlace tan inevitable como, pongamos, el ondeo de la rojigualda en el ayuntamiento de Donostia o en la Diputación de Gipuzkoa. Urquijo gana, ¿quién pierde?