Karmele y Txomin

Por culpa de una crítica radiofónica de alguien que seguramente no se la había leído, tuve durante un tiempo en la cabeza que la última novela de Kirmen Uribe era eso que los cantamañanas de la promoción de fajillas, contraportadas o solapas llaman thriller frenético. Tal y como contaba la trama el creativo autor de la reseña, parecía que se trataba de una de John Le Carré con protagonistas de nombre euskaldun. Llegó a insinuar no sé qué de una Mata Hari y un Smiley del Cantábrico, se lo juro.

El prejuicio inducido por esas consideraciones tan a la ligera hizo que descartara la lectura inmediata de “La hora de despertarnos juntos”. Es verdad que me gusta el género de espías, que me apasiona todo lo que tiene que ver con la peripecia de los vascos que perdieron la guerra de 1936, y por descontado, que hasta la fecha había disfrutado enormemente de cualquier texto que llevara la firma del ondarrutarra. Todo junto, sin embargo, se me antojaba sencillamente inconcebible.

Afortunadamente, apareció Xabier Lapitz para poner las cosas en su sitio. En estas mismas páginas tituló “Una novela, una historia, una verdad”. Con solo tres palabras, desbarataba la pseudocrítica y —también es cierto que las afinidades pesan— me empujaba a la librería.

Ahora que ya puedo hablar con conocimiento de causa después de haber disfrutado inmensamente de las casi 450 páginas del emocionante trabajo de Uribe, no encuentro mejor forma de resumir la obra que el encabezado de Xabier. Están ahí la novela, la historia y la verdad de Karmele y Txomin, y de tantas y tantas personas a las que no acabaremos de pagar su sacrificio.

Urquijo gana

Carlos Urquijo, procónsul de Hispania en Vardulia, no olvidará fácilmente esta, su mejor semana desde que fue largado con una patada hacia arriba del nido pop en que desentonaba su repertorio de cante jondo. Como entrante frío, la ventura de ver pasar ante su puerta el cadáver político de quien le premió castigándole o le castigó premiándole, nunca lo sabremos. Qué delicioso bocado de justicia poética saber que Los Olivos está más cerca de Gran Vía y Génova que cualquier búnker lujoso de México D.F. Y de postre, un dulcísimo tartufo horneado por encargo en Ondarroa, territorio comanche convertido para su exclusivo deleite en reñidero de las dos estirpes del Caín vascón, la que tira al monte y la que no tanto.

Pulso al Estado en carne ajena. Así se las ponían a Fernando VII y se las ponen a su excelencia el Delegado, que no obstante, no vio su dicha entera. Qué pena que, como había soñado, a última hora no recibiera una llamada de la Consejera pidiéndole sopitas. Con gusto infinito habría mandado la caballería a restablecer el orden al modo de los elefantes en las cacharrerías y, de paso, a demostrar que la Ertzaintza sirve para perseguir a ladrones de gallinas y poco más. “La policía española hace lo que la vasca no tiene pelendengues a hacer”, habría saludado la hazaña la prensa cavernaria, que se ha tenido que conformar —tampoco está mal— con difundir la especie del paripé pactado. La misma, por cierto, a la que se ha apuntado raudo y veloz el PSE que dirigía el cuerpo el día que cayó muerto de un pelotazo Iñigo Cabacas.

Hay mil formas de contar las cosas. Ocurre que cuando la propaganda entra por puerta, las verdades saltan por la ventana. Entre ellas, una que iba a misa desde el minuto cero: la detención de Urtza Alkorta era un desenlace tan inevitable como, pongamos, el ondeo de la rojigualda en el ayuntamiento de Donostia o en la Diputación de Gipuzkoa. Urquijo gana, ¿quién pierde?