Urquijo a la carga

Aunque la izquierda abertzale ha demostrado sobradamente su pericia para la comunicación política, su mejor propagandista no forma parte —que sepamos, vaya— del equipo creativo oficial. No hay lema, serie de carteles, buzoneo ni viral en redes sociales que iguale la eficacia de unas palabras desabridas del virrey ahora en funciones, Carlos Urquijo. La ardorosa obstinación con que el comisionado de Madrid se entrega al proselitismo involuntario es digna de tesis doctoral, no se sabe si de psiquiatría o de veterinaria. O quizá de física de los materiales, porque hace falta ser duro de mollera para no haber comprobado a estas alturas que sus intentos demonizadores surten exactamente el efecto contrario al que busca.

Inasequible al desaliento, su penúltima cruzada pretende alimentar una reacción social [sic] en la pecaminosa Vasconia que impida que Arnaldo Otegi sea designado candidato a lehendakari por EH Bildu. Por fortuna, esta vez no lo hace a base de oficio acusica ante la fiscalía para que esta luego mande a los guardias, sino a través de su blog personal, lo que le da un toque de extravagancia añadida.

Más Rompetechos que Don Quijote, se lanza ciego contra tal molino de viento, armado de las soflamillas de rigor, entre las que destaca, por rancia y cansina a estas alturas de la liga, la imputación de complicidad de no se sabe qué a la ciudadanía vasca. “¿Qué tipo de sociedad narcotizada frente al terror se ha ido construyendo para no poner el grito en el cielo ante esta provocación?”, se echa las manos a las cabeza el Cicerón de Laudio en su catilinaria de andar por casa. Todo un personaje.

Enaltecimientos varios

Siempre he pensado, con Aute, que los tirios y los troyanos deberían casarse porque son tal para cual. Y dejarnos en paz al resto, que estamos hasta las mismísimas de aguantar su rollito sadomaso y su retroalimentación mutua en bucle infinito.

Farfullo, que ya sé que a veces me embalo y se pierde el hilo, de las cuatro detenciones de ayer por enaltecimiento del terrorismo. Inmensos, comme d’habitude, Urquijo, Mariano, Fernández y los picoletos de jornada, dando bombo urbi et orbi a un acto que durante veintipico años se ha venido desarrollando sin que saliera de los círculos de costumbre. Sí, a la vista pública, y probablemente para lógico y comprensible disgusto de mucha gente. Pero es que como empecemos a entrullar a todos los que se comportan miserablemente, no va a quedar ni quisque fuera. Eso, sin contar con lo poco que me fío yo de quien decide sobre las actitudes que son y dejan de ser penalmente punibles.

Respecto a esta en concreto, la de montar saraos a mayor gloria de tipos que —en la inmensa mayoría de los casos— se han dedicado al matarile o al auxilio del matarile, lo tengo muy claro. Como decía el famoso cura sobre el pecado, no soy partidario. Es más, salvo en ocasiones excepcionales a las que podría encontrar una explicación, me parece una canallada del quince, así se llame el fulano homenajeado Morcillo, Galindo, Zabarte, Txikierdi o, pongamos por caso, José Bretón. Creo, sin embargo, y muy firmemente, que lo que procede es la sanción o la reprobación moral. Llevarlo más allá es, y vuelvo al principio de estas líneas, una forma enaltecer, miren por dónde, a los enaltecedores.

Urquijo a la carga

Lo último a la hora de garrapatear estas líneas, una marcha a favor de la amnistía en las fiestas de Bilbao. Allá donde Carlos Urquijo pone el ojo, encuentra una ilegalidad manifiesta, mayormente en forma de ataque a la unidad de España o, si es en verano, enaltecimiento del terrorismo. Igual que esos curas que ven pecado en cada escote porque tienen la mirada turbia y el pensamiento ni les cuento, el abnegado brazo de Mariano en la demarcación autonómica vascona convierte sus obsesiones en materia penalmente perseguible. Por supuesto, con los gastos derivados, que no deben de ser pocos, a cargo del contribuyente.

¿Y con qué resultados prácticos? Pues si le dan media vuelta, probablemente concluyan que con ninguno más allá de hacerse un hueco entre las noticias caniculares, alborotar el patio, o provocar hastío por arrobas. La paradoja, incluso, es que actos que no iban a pasar de la marginalia de un programa festivo local han acabado bajo focos que ni esperaban ni les correspondían. En ese sentido, el inasequible al desaliento Stajanov laudiotarra de la denuncia se ha erigido en un impagable propagandista de todo aquello contra lo que lucha nominalmente. Se pregunta uno si se dará cuenta de cómo favorece la causa de enfrente y, en caso afirmativo, por qué persiste en su actitud, y cada vez con mayor contumacia.

Puestos a preguntar, no estaría nada mal que nos aclarase el aguerrido delegado si va a mover algún dedo o siquiera a pronunciarse respecto a la brutal agresión de unos garrulos neonazis a un chaval de 17 años en el barrio bilbaino de Arangoiti. No sé por qué me imagino la respuesta.

No se van

Fue un acto verdaderamente pintoresco el del miércoles en el acantonamiento verde oliva de Sansomendi. Una expresentadora de telediario devenida en reina por vía inguinal se llegó a cantar los prodigios de la guardia civil durante sus 171 años —todos esos— en el territorio comanche del norte. Se presentó la doña de blanco y sin peineta ni mantilla, detalle que a la prensa cortesana y lamedora le pareció, hay que joderse, una revolución del protocolo. Como si no cantara suficientemente a naftalina la concentración de tricornios acharolados, charreteras, pecheras atiborradas de medallas y otras quincallas que lucían los beneméritos o los trajes de cuervo siniestro que vestían las autoridades civiles. Entre ellas, el virrey Urquijo, para qué les cuento más.

Por aquello de la elegancia social del regalo o por tradición medieval, la antigua compañera de Alfredo Urdaci trajo como prenda para el cuartel vitoriano una bandera española tan primorosamente bordada, que había costado 60.000 eurazos del ala. Imaginen el rebote de los picolos de a pie, que no reciben ni para mediasuelas de sus botorras, ante semejante derroche en el trapo rojigualda. Bien es cierto que allá ellos si tragan con la ofensa.

La guinda del evento se la había reservado el singular ministro que atiende por Jorge Fernández y Díaz. Con la vena hinchada hasta lo patrióticamente reglamentario y en un remedo opusdeisiano de Escarlata O’Hara, puso a Dios por testigo de que la Guardia Civil jamás de los jamases se marchará de la irredenta Vasconia. Y todo esto tuvo lugar, puedo asegurárselo, una soleada jornada de primavera del siglo XXI.

(Otra) carta a Rajoy

Poco estimado señor Rajoy, dos puntos. Ni me molesto en desearle que al recibo de la presente se encuentre bien de salud, porque es de sobra conocido que un individuo de su indolencia, o sea, de su cachaza, es inmune a todo. O bueno, a casi todo, que ya imagino que sufrió lo suyo con el ridículo de su selección en el reciente Mundial o con el abandono del Tour del chico ese que buscaba chivos expiatorios en los chuletones de Irun.

Al grano. El motivo de estas líneas es traducirle la carta que le envió hace unos días —debe de ser como la quincuagésimo octava o así— el lehendakari. Ya, ya; me consta que se la escribió en perfecto castellano, pero también conozco lo suficiente a Iñigo Urkullu como para intuir que su tacto y su educación exquisita le hicieron medir o, incluso, edulcorar sus palabras, con lo cual usted habrá entendido lo que le haya salido de los fandangos, que diría Maruja Torres. Pues anote.

Lo que (creo que) quería decirle el primer representante de los ciudadanos de la llamada Comunidad Autónoma del País Vasco es que por aquí llevamos un tiempo hasta las mismísimas de los sucesivos sobeteos inguinales a que nos someten. Eso va por usía, por sus ministros y un rato largo por su comisionado en los tres territorios, que se pasa la vida ingeniando formas de jorobar(nos) la marrana. Y que ya va estando bien, que a buenos y pactistas no hay quien nos gane, que hemos dado muestra de unas tragaderas por las que cabe el Amazonas, pero que hasta una paciencia talla doble Job como la nuestra tiene un límite que ya ha sido superado. ¿Piensa seguir tensando la cuerda? Vaya, me lo temía.

Las no víctimas de Urquijo

Ocurrió en el tiempo de prodigios del que tanto nos dan la brasa bañada de ajonjolí. Un mes después de la legalización (previo arrodillamiento) del PCE y uno antes de las primeras elecciones tras la muerte en la cama del señor de El Pardo. Llevaba año y medio en el trono el Borbón recién abdicado y aún no se había cumplido el primer aniversario del nombramiento del beatificado Adolfo Suárez como presidente del gobierno español. Era ya ministro de la porra el siniestro Rodolfo Martín Villa. A pesar de un aligeramiento para la foto, las cárceles seguían a reventar, y en el norte irredento del que procedían gran parte de los presos, gentes de diverso signo convocaron la Semana pro-amnistía. Balance final: ocho muertos de entre 28 y 78 años. Cinco cayeron a tiros de la policía o la guardia civil, uno fue atropellado al intentar retirar una barricada y a otro le fulminó un infarto en medio de la refriega. El octavo fue Francisco Javier Núñez. Les recuerdo su caso.

El último día de las protestas bajó a comprar el periódico y quedó atrapado en los disturbios. Unos uniformados le molieron a golpes. Dos días después fue a presentar una denuncia al Palacio de Justicia de Bilbao. Al salir, lo interceptaron unos tipos que se lo llevaron a un lugar en que volvieron a apalearlo y le obligaron a beber una botella de coñac y otra de aceite de ricino. Falleció días después con el hígado reventado.

Hace unos meses, el Gobierno Vasco lo reconoció, junto a otros, como víctima de la violencia policial en un decreto que el virrey Carlos Urquijo ha recurrido. Solo él sabrá por qué. Los demás nos lo imaginamos.

Cuatro gatos

Ya estamos con los catetos que al ver venir el tren de frente se engorilan: “¡Chufla, chufla, que como no te apartes tú…!”. O adaptado a hechos recientes: “En la iniciativa Gure Esku Dago solo participaron 150.000 personas sobre una población de dos millones”. Vamos, lo que vendría a ser cuatro gatos, según el teorema pardo de las mayorías silenciosas, medidas y autoatribuidas a beneficio de obra.

Señalemos, de entrada, que no hay peor ceguera que la voluntaria, y preguntemos inmediatamente después qué movilización de la contraparte ha cosechado una concurrencia similar. ¿Habría un par de narices a convocar una cadena humana, un flahmob o la folclorada que les pete a favor de la unidad indisoluble de España? Este humilde plumilla aceptaría la comparativa, incluso sabiendo que dos de cada tres que se citaran a un evento así serían carretados desde un poco más abajo de Pancorbo.

Pongan fecha, y a la espera, si creen que los votos del populacho son la expresión de algo, hagamos dos montones. A un lado, los de las formaciones que apoyan el derecho a decidir; al otro, las siglas que dicen que ni hablar del peluquín. Escojan entre cualquiera de las elecciones desde que volvió a estar completo el abanico de opciones. O mejor, tomemos todas en orden cronológico. Qué fenómeno tan curioso, ¿eh? La diferencia entre los del sí y los del no se va agrandando de votación a votación.

¿Sigue pareciéndoles que eso no significa nada? Pues ya solo queda la verdadera prueba del algodón. Si tan confiados están en que son más, no deberían tener mayor problema en preguntarlo directamente. Aquí te espero, Baldomero.