Las no víctimas de Urquijo

Ocurrió en el tiempo de prodigios del que tanto nos dan la brasa bañada de ajonjolí. Un mes después de la legalización (previo arrodillamiento) del PCE y uno antes de las primeras elecciones tras la muerte en la cama del señor de El Pardo. Llevaba año y medio en el trono el Borbón recién abdicado y aún no se había cumplido el primer aniversario del nombramiento del beatificado Adolfo Suárez como presidente del gobierno español. Era ya ministro de la porra el siniestro Rodolfo Martín Villa. A pesar de un aligeramiento para la foto, las cárceles seguían a reventar, y en el norte irredento del que procedían gran parte de los presos, gentes de diverso signo convocaron la Semana pro-amnistía. Balance final: ocho muertos de entre 28 y 78 años. Cinco cayeron a tiros de la policía o la guardia civil, uno fue atropellado al intentar retirar una barricada y a otro le fulminó un infarto en medio de la refriega. El octavo fue Francisco Javier Núñez. Les recuerdo su caso.

El último día de las protestas bajó a comprar el periódico y quedó atrapado en los disturbios. Unos uniformados le molieron a golpes. Dos días después fue a presentar una denuncia al Palacio de Justicia de Bilbao. Al salir, lo interceptaron unos tipos que se lo llevaron a un lugar en que volvieron a apalearlo y le obligaron a beber una botella de coñac y otra de aceite de ricino. Falleció días después con el hígado reventado.

Hace unos meses, el Gobierno Vasco lo reconoció, junto a otros, como víctima de la violencia policial en un decreto que el virrey Carlos Urquijo ha recurrido. Solo él sabrá por qué. Los demás nos lo imaginamos.

Lecciones a Inés

Tarde y regular llegó el primer reconocimiento institucional a la víctimas de la violencia ejercida por el Estado directamente o a través de mercenario o facha interpuesto. Supongo que toca felicitarse por ello —ya he escrito alguna vez que nuestro sino es celebrar lo obvio—, pero como no soy un cándido y el cinismo lo reservo para otros asuntos, no puedo dejar sin señalar, siquiera, un pero. Me habría encantado que hubiera estado impulsado por una convicción auténtica y no por un frío y desvergonzado cálculo de posibles beneficios. Que no nos vengan con la milonga de que la sociedad no estaba preparada, porque ese parcial lo tenemos aprobado hace un buen rato. En todo caso, son los políticos oportunistas los que tienen la asignatura pendiente, simplemente porque no les ha interesado o les ha dado canguelo presentarse a ese examen. Incluyo en el lote a los gobiernos anteriores y a los que hasta hace tres minutos eran ciegos, sordos y mudos ante la violencia de ETA, que también han tenido mucho que ver en este retraso.

Y una vez que me he ganado antipatías de amplio espectro, me centro en lo sustantivo y le pongo nombre propio: Inés Núñez, que cerró el acto con un emocionado y emocionante testimonio. En mayo de 1977, su padre, Francisco Javier Núñez, fue brutalmente golpeado por antidisturbios de la policía nacional. Cuando, 48 horas más tarde, se disponía a denunciar la paliza ante el juzgado, lo interceptaron unos tipos que le obligaron a beber una botella de coñac y otra de aceite de ricino, mientras seguían moliéndolo a palos. Tras una terrible agonía de varios días, murió con el hígado reventado. ¿Queda en este o en cualquier país alguien con las pelotas lo suficientemente grandes como para negarle ¡35 años después! la condición de víctima? ¿Quién se atreve, desde el monopolio del dolor, a darle a Inés lecciones sobre el sufrimiento y el olvido? Por desgracia, más de uno.