Boicot a Janli e Isidoro

Gran entretenimiento, leer y escuchar las venidas arriba a cuenta de la bronca que les montaron unos niñatos en la Universidad Autónoma de Madrid a Felipe González y Juan Luis Cebrián, también conocidos como Señor Equis y Janli, respectivamente. Qué verbos incendiados, qué adjetivos escalibados —aquí tampoco somos menos en materia de florituras, ojo—, qué prosopopeya casi guerracivilista… y qué poco verosímil todo. Ni los propios boicoteados se creen que haya para tanto rasgado ritual de vestiduras. Como si el par de caraduras no imaginaran desde el momento en que les contrataron el bolo que aquello iba a acabar en happening y materia para el cotorreo. ¡Como si hubieran nacido ayer Isidoro y el hijo del director del diario Arriba!

¿Que fue feo y nada edificante? Por supuesto, pero si hacemos la lista de motivos de denuncia o de pérdida de sueño, el episodio no está ni entre los mil primeros. Y sí, lo confieso antes de que me lo afee cualquiera que conozca mis martingalas: aquí echo mano de esa doble vara sobre la que tanto despotrico. Es del todo cierto que si les hubiera ocurrido lo mismo a (casi) cualesquiera otras personas, incluyendo la mayoría de mis antípodas ideológicas, habría denunciado el hecho como un intolerable ataque a la libertad de expresión y bla, bla, requeteblá.
Pero con estos dos no hay modo, lo lamento. Soy incapaz de sentir la menor pena, indignación o leve cabreíllo al ver que se quedan sin soltar la chapa un rato unos tipos por encima del bien y del mal, dueños o usufructuarios de chopecientos medios de comunicación y activos promotores de mordazas varias. Allá les zurzan.

Conversos acelerados

Espectáculo bien poco edificante. Una manga de garrulos, policías municipales de profesión, le montan un tiberio a su responsable político porque les ha quitado el juguetito que sirve para dar hostias a mansalva y sin necesidad de justificación, oséase, las Unidades de Antidisturbios. Es el clásico “Te vas a cagar, civil mingafría” que hemos visto tantas veces —y algunas, muy cerca—, en versión corregida y aumentada. Unas capuchitas por aquí, unas rojigualdas por allá, algún brazo viril que se pone tieso con la Viagra de la épica, el consabido guantazo al móvil de una periodista acompañado de un exabrupto machirulo, y lindezas como “puto gordo” o “rojo de mierda” proferidas al destinatario de la gresca, Javier Barbero, a la sazón, concejal de Seguridad de la (noble) Villa de Madrid. Como atinadamente apuntó el atribulado edil, la escena se corresponde en forma y fondo con cualquier acto de extorsión fascista. Y sí, puede estar gastada la palabra, pero aquí no cabe otra, así que la silabeo: fas-cis-ta.

Ahora bien, anotado lo anterior, creo que sin dejar lugar a la menor sospecha de tibieza, también les cuento que no pude evitar descuajeringarme de la risa al contemplar cómo llegaba al rescate del munícipe en apuros… ¡su coche oficial! No me digan que ahí no hay una paradoja, una parajoda, una moraleja, una moralina, o como poco, materia para una chirigota, dos milongas y tres ditirambos. Item más, cuando una vez a salvo pero aún con las rodillas temblonas, el gachó se ciscaba en las muelas de la Policía Nacional por no haber entrado a saco contra la pitufada levantisca. Carajo con los conversos.

Lo llaman ‘escrache’

Vale, ya lo pillo: el tal escrache viene a ser lo del cobrador del frac pero en versión colectiva. Se fija un objetivo humano y se le sigue a su curro o, más divertido, a su casa. ¿Y dicen que es nuevo por estos pagos? Pues, para serlo, juraría haberlo visto antes. Muchas veces, además, y con diferentes excusas y participantes. También es distinto lo que te parece en función del papel que te toque en la representación. Si eres visitador, te hace una gracia loca. No solo eso: crees también estar llevando a cabo una acción de higiene social del carajo de la vela que, de propina, podrás tuitear en vivo o contar como batallita hoy a los colegas y pasado mañana a los nietos. Por descontado, sabes que la razón está de tu lado y que cualquiera que te afee la conducta es un cortarrollos, amén de un cómplice de aquel a quien hayas ido a darle la serenata. La cosa cambia cuando te cae ser visitado. Entonces, no te hace ni puñetero chiste y tienes la sensación de que se están vulnerando tus derechos, incluso siendo tú mismo un contumaz vulnerador de derechos.

Sospecho que los protagonistas activos y pasivos de las rondallas domiciliarias que vemos estos días, sobre todo los primeros, no tienen claro que el fenómeno es reversible. Donde las toman pueden darlas… y viceversa. Estaría bien que unos y otros le dieran un par de vueltas a tal cuestión antes de lanzarse a defender o atacar esta moda recuperada —en realidad, nunca abandonada— de echarle el aliento en la nuca al de enfrente. Estoy viendo flagrantes contradicciones.

En cualquier caso, no andaría yo jugando mucho con estas cosas. No me quita mayormente el sueño que algún su-señoría pase un mal rato. Pero puede ocurrir que cuando se piensa que se está haciendo justicia poética, en realidad se esté a diez centímetros de cometer una tropelía mayor que la que se denuncia. Nunca sabe uno dónde termina el escrache y dónde empieza el linchamiento.