«¡Puigdemont a prisión!»

Oigo, patrioteros hispanistanís, vuestra aflicción. Más bien, la cuita reflejada en la consignilla coreada hasta la náusea en los diversos guateques, barbacoas y grescas varias a mayor gloria de la unidad supuestamente amenazada por la perfidia catalana. “¡Puigdemont a prisón!”, salmodian con gran ímpetu señoronas de triple capa de perlas, zotes irrecuperables de Foro Coches, funcionarios del orden de paisano a los que se les nota una hueva lo que son o, en fin, clones de Mauricio Colmenero producidos en serie.

Y esos son los más civilizados, pues en no pocas de las jaranas se barrita con el mismo denuedo y ardor la versión con tres rombos de la cantinela, que no deja de ser la amenaza que ni supo que había hecho el indocumentado Pablo Casado: “¡Puigdemont al paredón!”.Tal gritaba, por ejemplo, antes de liarse a sillazos en Barcelona el pasado 12-O, el malnacido ultra del Betis al que vimos agredir salvajemente a un hombre que se estaba tomando un café en la Plaza Nueva de Bilbao.

Vean qué plano más preciso del mecanismo del sonajero. Los tipos que andan reclamando que entrullen a un señor que simplemente ha puesto unas urnas se dejan acompañar por matones como esa montaña de mierda con nariz y orejas, que debería estar en la trena hace un buen rato. Desde antes, incluso, de la paliza de Bilbao, porque como ya escribí aquí mismo, el individuo y sus compinches las lían parecidas en cada lugar que pisan. Por supuesto, no espero que lo entiendan. Cómo van a hacerlo si jalean a su gurú, el novio de Isabel Preysler, cuando ante una marea rojigualda grita que el nacionalismo es la peor de las pestes.

Fiasco patriótico

Y entonces, el iluminado que arengaba a las masas —o sea, a las masillas— vociferó desde el atril que había quedado claro que “la mayoría de los catalanes no queremos que nos obliguen a decidir”. Hay que reconocerle el desparpajo al barritador, cuando el auditorio ante el que soltó tal proclama apenas sumaba, incluso según los cálculos más amistosos, 38.000 personas. Quizá una buena entrada para un partido en Cornellá-El Prat, pero una flojísima para el Nou Camp. No digamos ya para la Plaza de Catalunya, en domingo y día de la raza, con autobuses gratis o semigratis fletados desde Guadalajara, Cuenca, Segovia o Madrid, y tras dos semanas de agitprop rojigualdo en los tugurios cavernarios de rigor.

Pasando por alto que buena parte de los excursionistas eran de los de brazo derecho extendido en diagonal hacia lo alto y aguilucho, cuando no cruces gamadas, la concentración patriotera fue un fiasco del nueve largo. Todo lo que consiguieron sus convocantes, además de unas fotos pintureras que acrecientan el caudal universal de la vergüenza ajena, fue que quedara en evidencia su condición no ya de minoría, sino de excrecencia. No llegaron a cubrir ni el córner de la gigantesca V que solo un mes y un día antes habían compuesto centenares de miles de —estos sí en su práctica totalidad— catalanes.

En tan patética desproporción e inferioridad encuentra su justa traducción la soflama del que pretendía enardecer a los cuatro y el del tambor que participaron en el baile-vermú de anteayer. Lo que quería decir el gachó es que la democracia es lo que le sale a él de la entrepierna. Y no hay más que hablar.