Bravo, Martínez

Dirán, seguramente con razón, que es un derroche innecesario pulirme los mil novecientos caracteres de esta columna en la enésima tontuna de un imberbe multimillonario falto de un hervor. Un colega cuyo criterio siempre he estimado sostiene que es una chiquillada que no debería pasar de chascarrillo y que si algo tiene de grave es que haya habido alguien lo suficientemente imprudente como para airearlo. Tal vez sería mi postura en otros casos similares, pero este ha reventado mis diques contemporizadores. La gañanada del niñato Martínez saltando de madrugada la valla de Lezama para vaciar su taquilla clandestinamente no es una anécdota sino una categoría.

De entrada, nos completa el tristísimo autorretrato que se ha ido componiendo el muete en tiempo récord a base de melonadas sucesivas que se iban superando. Como traté de explicar cuando hablé de esa engañifa que llaman “amor a los colores”, lo que menos me importa es que aceptara una oferta que, con todo el derecho, consideraba apetecible. Eso solo puede molestar a los que se enroscan la txapela hasta la nariz y carecen de la mínima tolerancia a la frustración. Otro cantar es el silencio cagón, las negaciones a lo Judas de regional cuando todo estaba hecho, el patético viaje para firmar disfrazado de Lagarterana o que su novia —primorosamente ataviada con la elástica de la selección nacional española— se erigiese en portavoz del muchacho a ver si de rebote le ofrecían presentar el Telecupón. Fuera de concurso, esa despedida que por no ser a tiempo ya no será nunca.

Y como postre, la escena de Pajares y Esteso del cuele furtivo. Ni un gramo de valor para dar la cara ni medio de cerebro para pedirle a cualquiera que le mandase sus bultos por Seur. Será que me acabo de hacer más mayor y me ha subido el almíbar, pero si lo siento es por esas criaturas que tienen la camiseta con el nombre del sujeto y no saben qué hacer con ella.

Los colores

Es enternecedora la candidez de los aficionados de un equipo de fútbol. Contra toda evidencia y, más inaudito, a pesar del sinnúmero de veces en que les han dejado el corazón en la raspa, se empecinan en la vana ilusión de que sus héroes pateabalones aman la camiseta que llevan como ellos mismos y matarían antes de lucir en el verde cualquier otra. La fantasía incluye la convicción absoluta de que no hay dinero en el mundo capaz de romper el idilio. Creen a pies juntillas que lo que el Dios esférico ha unido no lo separará el transfer. No intuyen —o seguramente sí, pero les da lo mismo porque en el fondo tienen vocación de autoflagelantes— que su ceguera es una hipoteca del enésimo desengaño. Tarde o temprano acaba llegando un cheque lo suficientemente grande y el amante bandido hace las maletas con nocturnidad y alevosía, sin detenerse a dejar en el espejo un mal post-it diciendo que fue bonito mientras duró. Lo más, un tuit de oficio, que sólo hace crecer la rabia del forofo despechado. Serás ca…

Si esta coreografía repetitiva del chasco se da en los clubs que tienen por norma echarse chulazos de alquiler que han chutado a puerta con mil y un escudos en el pecho, en aquellos en los que todavía quedan unos restos del romanticismo original, aunque estén ya muy aguados, la cosa adquiere dimensiones de tragedia. Confírmese en cualquier diario local y no les digo ya en blogs de la cosa o redes sociales. Unos clamando venganza y otros despatarrados de la risa por la cusqui que le han hecho al vecino. Primer pensamiento: que todos los dramas sean como este y que siempre que renunciemos a cenar sea porque no queremos, no porque no podemos. Segundo: si en tanto valoramos los sentimientos, no vayamos por ahí regalándolos a quienes hacen caja con ellos, y que conste que no hablo del jugador, que sólo ha cumplido el guión previsto. Tercero y último: asumamos que va a volver a pasar.