Frente asesino

Asquean ya las lágrimas de cocodrilo y los lutos de pitiminí, como si fuera la primera vez que el Frente Atlético se cobra una vida y estuviéramos descubriendo ahora que el llamado deporte rey da cobijo y coartada a incontables matones fascistas. “No representan al Atlético de Madrid”, farfulla el presidente del equipo que lleva tres décadas amparando —cuando no promoviendo y alentando— a los integrantes de esta mugre sanguinaria y descerebrada. ¿De qué estadio, sino del Calderón, son las gradas que vemos pobladas de rojigualdas con el pollo y toda la quincallería iconográfica totalitaria que, por ejemplo, en Alemania supondría a quien la portara ir de cabeza a la cárcel? ¿En qué campo, más que en el de la ribera del Manzanares, cuando juega la Real (o incluso Athletic u Osasuna), unos malnacidos jalean a mala hostia el nombre de Aitor Zabaleta, asesinado hace 16 años por uno de sus criminales?

Así que menos excusas birriosas, camisa vieja Cerezo, que esos tipejos ejercen, con su bendición, de siniestros embajadores de su club. Peor que eso: son su mimado brazo armado, la Legión Cóndor para acojonar a los rivales en el césped y a sus seguidores en el graderío y en las calles. Desde su nacimiento han contado no solo con su respaldo y el de sus antecesores en el palco, los franquistas recalcitrantes Jesús Gil o el patriarca Vicente Calderón. También las plantillas han alimentado a la bestia. Soy incapaz de recordar —y si lo hay, rectificaré gustosamente— un solo jugador o entrenador colchonero que haya dicho media palabra contra los fanáticos facciosos que les dan su aliento desde el fondo sur.

También es fútbol

Me enteré de la victoria del Atlético de Madrid en la liga gracias a un destartalado transistor que escuchaban dos sin techo en el parque de Los Monos de Portugalete. A los sones del himno que certificaba el triunfo, se abrazaron y, ante mi estupefacción, prorrumpieron en expresiones de júbilo con los puños en alto. Luego, dieron sendos tragos del botellín de cerveza que compartían, recogieron sus mochilones y desaparecieron de mi vista en dirección a Santurtzi. Iban cogidos por el hombro. Un buen rato después de su marcha yo seguía tratando de asimilar la escena y desentrañando su significado. Durante unos minutos, me gustaría saber realmente cuántos, un par de personas arrojadas a la cuneta social acariciaron algo parecido a la felicidad porque unos millonarios habían conquistado un título que al cabo de un tiempo solo será un apunte del palmarés. Qué razón tenía el recientemente fallecido Vujadin Boškov: fútbol es fútbol.

Apenas 24 horas después de ser testigo de lo que les cuento, vi por la tele cómo se venía abajo la valla del graderío sur del Sadar tras el tempranero (e inútil) gol de Riera. La pasión desbordada y la negligente sujeción de la verja estuvieron a un tris de provocar una tragedia que habría dejado en anécdota la que suponía el descenso de los rojillos. Por fortuna, la avalancha humana se quedó, que no es poco, en huesos fracturados, magulladuras y un susto que no olvidarán sus protagonistas. Y de propina, en una imagen que vale por un quintal de moralejas, la del jugador del Betis N’Diaye llevando en brazos a un niño que había rescatado de la montonera. También es fútbol.