Semana Santa alemana

En Alemania, un país donde el personal se mete al sobre a las ocho de la tarde, la canciller, Angela Merkel, compareció ayer a las tres de la madrugada. No fue un capricho ni una excentricidad. Tenía un buen motivo. Después de once horas de reunión con los responsables de los estados federados, era urgente anunciar la dura decisión que se había tomado. Frenazo en seco a la tenue desescalada empezada hace apenas catorce días y confinamiento severo durante toda la Semana Santa. Hablamos, ojo, de paralizar totalmente el país, con la única excepción de las tiendas de alimentación, que podrán abrir exclusivamente el sábado, 3 de abril. Obviamente, como ocurre desde noviembre, se mantienen abajo las persianas de la hostelería, los cines, los teatros, los museos y los gimnasios. Por añadidura, todos los viajeros, incluidos los propios alemanes que regresen, deberán acreditar una PCR negativa.

Ahora es cuando les cuento, por si se lo estaban preguntando, que estas medidas se toman con una incidencia acumulada de 108 casos por cada 100.000 habitantes en siete días. Ni en Euskal Herria ni en el conjunto del Estado estamos muy lejos de esos números. Recuerden las imágenes del reciente puente de San José y decidan si es lógico o no que vuelvan a darse, corregidas y aumentadas, en la inminente Semana Santa.

¿Cuarta ola?

Mucho me temo que sobran los signos de interrogación en el encabezado. Los últimos números, da igual en Euskal Herria, el Estado o en el entorno europeo, apuntan exactamente por ahí. Cabe, como mucho, la bizantina discusión técnica: si es todavía la segunda ampliada o una tercera de nuevo cuño. Da igual. Basta mirar el gráfico. Desde que hace un año tuvimos que encerrarnos en casa hasta hoy, se ven claramente tres montañas y el inicio de una nueva cuesta arriba. Justo cuando nos las prometíamos felices recuperando (en el caso de la CAV) la movilidad entre los territorios y acariciando la posibilidad, una vez pasada la Semana Santa, de dar saltos mayores, volvemos a darnos de morros con la realidad.

Somos Sísifo subiendo una y otra vez por la pendiente con el pedrusco a cuestas. Y para que el chasco sea mayor, cuando empezábamos a pasar del trantrán en el ritmo de vacunación, se obliga a dejar en el congelador miles de dosis del suero de AstraZeneca sin que los mismos expertos sepan muy bien por qué. Será inevitable la caza del culpable. Unos dedos señalarán a la pachorra de la ciudadanía. Otros negarán la mayor y apuntarán a las autoridades por hacer y, ya puestos, por dejar de hacer. Este humilde tecleador no tiene moral para apuntarse a este o al otro bando. Bastante trabajo da seguir en pie.

¡Hagan algo ya!

De la reunión del Consejo Interterritorial de Salud de hoy no espero autocrítica. Qué va, ni siquiera aunque los responsables sanitarios nos deban quintales de explicaciones por el modo en que su ceguera voluntaria sea en buena parte culpable de esta tercera ola telegrafiada que nos golpea sin piedad. Llegará —ojalá—el momento de exigir responsabilidades, pero ahora no toca llorar por la leche derramada sino remangarse y hacer frente de verdad al descomunal repunte de contagios, ingresos hospitalarios y muertes. Lisa y llanamente, hay que coger el virus por los cuernos y dictar las medidas más eficaces para ponerlo en retirada.

¿Cuáles? Es obvio que no tengo la cualificación profesional para enumerarlas, así que me abstendré de decir si se trata de un confinamiento a rajatabla, de mayores restricciones horarias y de movilidad o de cierres selectivos de actividades concretas. Sí me atrevo a anotar, en todo caso, que parecen necesarias determinaciones más drásticas y, por descontado, acordadas entre las diferentes comunidades desde la honradez y renunciando al lucimiento propio o al aprovechamiento político. Y, claro, con el compromiso del poder central, que debe comprender de una vez que cogobernar no es boicotear a las autoridades locales ni meterse las manos en los bolsillos y silbar a la vía.

No poder; no deber

La autoridad competente ha ajustado las restricciones de cara a la navidad —o sea, ya mismo— en la demarcación autonómica. Realmente, no hay novedades de gran relieve. Se adelanta el cierre de la hostelería en los días señalados y se reduce media hora el toque de queda en nochebuena y nochevieja, con la recomendación (porque no se puede obligar) de que no se junten más de seis personas por domicilio en la cena de fin de año. A la vista de los picaruelos que ya andaban buscándose cámpings, casas rurales u hoteles para bailotear y compartir fluidos, se limita también la posibilidad de reservar con determinada antelación.

¿Tan complicado es? A juzgar por las reacciones de primer bote, sí. Menudo pifostio del quince, resoplan los siempremalistas. Qué ganas de jorobar la marrana, se enfurruñan los chufleros sin fronteras, exhibiendo su inalienable derecho a contagiar y, aunque ellos no sean conscientes, a ser contagiados. Otros, los presuntamente muy responsables, dicen que jopelines, que con solo media hora de margen después las doce, no les va a dar tiempo a llegar a sus casas. Tal cual se lo plantearon a la consejera Sagardui que, después de contar mentalmente hasta mil y respirar profundamente, contestó con su mejor sonrisa que hace un buen rato que todos sabemos que estas navidades no-son-co-mo-las-de-siem-pre. ¡Leñe ya!

¿A dónde vamos?

No quiero resultar melodramático, pero me da que la banda sonora de esta pesadilla la está interpretando la orquesta del Titanic. Por benévolas y voluntaristas que se pongan las autoridades sanitarias al aventar los datos diarios, quedan pocas dudas de que caminamos de nuevo hacia el abismo de la tercera ola. Como menú-degustación, los aumentos de positivos forjados en los puentes, en las mareas callejeras, en las chuflas domésticas… y mucho me temo que también en lugares a los que no acudimos precisamente por ocio.

“¡Eh, eh, eh, que la hostelería no estaba abierta esos días!”, protestan los recalcitrantes. Y la respuesta no es difícil: menos mal. A nadie que no quiera autoengañarse se le escapa que el descenso que ahora se estanca llegó tras el cierre de tabernas y restaurantes. Cualquiera que haya visto las imágenes de la reapertura en la CAV tiene motivos para temer lo peor. ¿Culpa de los tasqueros? Desde luego que no.

Claro que el pasmo mayor viene al mirar el calendario para comprobar que estamos cada vez más cerca de las fechas señaladas y no parece que nadie con mando en plaza tenga la intención de echar el pie al freno. Nuestros vecinos del norte, incluidos los que se tomaron a la ligera la primera embestida del bicho, se afanan en medidas a cada cual más restrictiva. Y aquí, como si nada.

Amor y sensatez

Nuestras queridas autoridades —da igual cuáles— siempre se van a equivocar. Si flexibilizan las restricciones, mal. Si las refuerzan, mal. Si las dejan como están, mal. En cada uno de los supuestos se escucharán las agrias quejas de los descontentos por esto, por aquello o por lo otro. Y lo divertido a la par que revelador es que no pocas veces las protestas vendrán de los mismos eternos disconformes.

Anoto, para que no me digan que me escapo, que de tener voz y voto en los órganos decisorios, en este momento yo optaría por la máxima prudencia. Comprendo la necesidad de hacer malabarismos con mil bolas políticas, económicas y sanitarias, pero se me ponen las rodillas temblonas al pensar que podemos estar comprando a plazos la tercera ola. Claro que también es verdad, y es lo que venía a contarles, que a estas alturas de la pandemia yo no necesito que venga ningún gobierno a decirme lo que tengo que hacer. Vamos, que independientemente de lo que esté permitido o no esté expresamente prohibido, sé qué tipo de actitudes y comportamientos debo evitar. Y me conforta no ser el único. Me consta, sin ir más lejos, que en más de una familia se ha decidido sin esperar al boletín oficial que este año tocan cenas y comidas en casa y solo con los convivientes. No se me ocurre mejor prueba de amor y sensatez.

El cafetón

La bronca a cuenta del café para llevar en la demarcación autonómica contiene un cierto retrato social. En realidad, todo el pifostio hiperventilado por la hostelería cerrada, como si muchos otros gremios no las estuvieran pasando igual de canutas, es una exhibición impúdica de nuestras pequeñas miserias. A buenas horas íbamos a montar una llantina semejante por las bibliotecas, los cines o los teatros. Pero es que lo del trajín de los vasos de parafina con tapa de plástico —un saludo, Greta Thunberg— es directamente para hacérnoslo mirar. Y empezaré por lo último: cuando las autoridades rectifican y permiten que el preciado líquido marrón se despache sin necesidad de compañía sólida, varios de los mismos tasqueros que echaron las muelas por la medida desprecian el recule del gobierno tachándolo de parche inútil. ¿En qué quedamos?

Claro que eso es una nimiedad al lado del espectáculo bochornoso al que hemos asistido en los últimos días. Ni alguien que confía tan poco en la condición humana como servidor imaginaba que vería hordas de individuos haciendo cola para agenciarse un café, apiñándose en bancos públicos, escaleras o muretes para tomárselo y, finalmente, abandonando el envase vacío a la buena de Dios o en una papelera a rebosar. Decimos del botellón, pero el cafetón tiene también lo suyo.