No poder; no deber

La autoridad competente ha ajustado las restricciones de cara a la navidad —o sea, ya mismo— en la demarcación autonómica. Realmente, no hay novedades de gran relieve. Se adelanta el cierre de la hostelería en los días señalados y se reduce media hora el toque de queda en nochebuena y nochevieja, con la recomendación (porque no se puede obligar) de que no se junten más de seis personas por domicilio en la cena de fin de año. A la vista de los picaruelos que ya andaban buscándose cámpings, casas rurales u hoteles para bailotear y compartir fluidos, se limita también la posibilidad de reservar con determinada antelación.

¿Tan complicado es? A juzgar por las reacciones de primer bote, sí. Menudo pifostio del quince, resoplan los siempremalistas. Qué ganas de jorobar la marrana, se enfurruñan los chufleros sin fronteras, exhibiendo su inalienable derecho a contagiar y, aunque ellos no sean conscientes, a ser contagiados. Otros, los presuntamente muy responsables, dicen que jopelines, que con solo media hora de margen después las doce, no les va a dar tiempo a llegar a sus casas. Tal cual se lo plantearon a la consejera Sagardui que, después de contar mentalmente hasta mil y respirar profundamente, contestó con su mejor sonrisa que hace un buen rato que todos sabemos que estas navidades no-son-co-mo-las-de-siem-pre. ¡Leñe ya!

Me lo perdí

Por primera vez en ni sé los años, no vi en directo la charla borbónica de estasfechastanentrañables. Acababa de sintonizar la Uno de Televisión Española (ya dije que es la única en la que de verdad se pueden apreciar todos los taninos rancios que exhala el mensaje), y el ring de mi teléfono le ganó la partida al chuntachunta. Hacía como mil o dos mil lunas que no hablaba con la encantadora persona que llamaba en tan peculiar momento, así que ni lo dudé. Curiosidades de la vida o tal vez no, colgamos en el preciso instante en que el sucesor de Franco a título de rey cerraba su siempre pastosa boca y el realizador fundía su imagen con la de la choza en la que vive como preámbulo a la clásica programación intelectual que cascan las teles, públicas o no, el 24 de diciembre por la noche.

Con la salvedad de una miradita en diagonal a Twitter, donde llegué a apostar que el discurso del año que viene lo daría otro, fui capaz de sentarme a cenar en la ignorancia de las monárquicas palabras. Tampoco me acordé de ellas, la verdad, durante la sobremesa surtida de peladillas, turrón de chocolate de marca blanca y todo lo demás contraindicado para mi colesterol. Luego, claro, había que irse a la cama, no fuera que Olentzero viera luz y pasara de largo. Unas horas más tarde, mientras el peque —el auténtico monarca, no nos engañemos— rasgaba papeles y disimulaba la decepción al encontrarse con un pijama o un paraguas, seguía sin parecer el mejor momento. Lo mismo, cuando tocó hacer el tour de abuelos, cuñados y amigos cercanos a ver qué había caído en sus casas.

Total, que hasta el telediario de las tres, banda sonora ambiental de la comida de sobras de ayer, no volvió a mi mente la homilía juancarluda. En cuádruple genuflexión, la voz en off gorgojeó tras la sintonía: “Su majestad el rey reivindica la política con mayúsculas para superar la crisis”. Y a partir de ahí, francamente, dejé de escuchar.

Trabajar en nochebuena

Me han dado hora para la revisión médica anual. Cuatro de enero, a las nueve de la mañana, en ayunas, con las gafas puestas y, bajo el brazo, el vergonzante tubo con la muestra de la primera orina del día. Seguro que saco sobresaliente en colesterol y dibujo un electro que representará fielmente los montes Apalaches. No descarto que me digan que ya estoy muerto aunque no me haya enterado. Lo asumiré con pundonor. Más me preocupa el impepinable aumento de las transaminasas liberalizoides que, a poco fiable que sea, detectará el espectrógrafo. Ensayo ya ante el espejo la intensidad dramática con que le inquiriré al galeno: “Dígamelo sin rodeos, doctor: ¿soy ya un neocon irrecuperable para la causa del progreso?”

Será sólo un diagnóstico confirmatorio. Sospecho que muchos lectores lo van a adelantar cuando les confiese -¡bomba va!- que no me entra en la cabeza por qué los sindicatos del metro de Bilbao consideran que pretender que haya servicio de suburbano en nochebuena es una intolerable muestra de explotación laboral. ¡Uf! Ya lo he escrito. Tómense, si lo desean, un respiro para llamarme hijo de Díaz Ferrán o cualquier sarta de exabruptos que se les ocurran. Una vez desfogados, hagan una lista mental de las personas que tendrán cita con el tajo mientras los demás nos comemos los langostinos y los polvorones. Ahí entran desde todas las ramas del personal sanitario a los técnicos de control de televisión que garantizarán la emisión del inevitable Especial Raphael, pasando por quienes servirán copas tras la barra de los garitos que en cada vez mayor número abren en la presunta noche de paz. Hasta los curas que celebrarán la misa del gallo tienen lugar en esa relación. ¿Son todos y todas víctimas de la impiedad obrericida?

Setas y Rólex

Admito, por descontado, un sí como respuesta, aunque en ese caso pediría unas migajas de coherencia. Por más que ésta sea época de milagros, no podemos cuadrar el círculo y aspirar a que todo funcione sin que haya quien lo haga funcionar. ¿Que buena parte de lo que va a permanecer activo son lujos prescindibles, falsas necesidades impuestas por este consumismo insaciable que nos deshumaniza? Venga, va: me subo a esa moto. Ahora decidamos de cuáles de todos esos vicios nos quitamos… y asumimos las consecuencias. Pero sin rechistar, ¿eh?

Me da que no estamos por la labor. Queremos soplar y sorber, setas y Rólex. Yo también quiero seguir teniendo conciencia social, y ya ven, aquí me tienen otra vez alineado con el capital. De esta me echan de rojo.