Efecto Semana Santa

Lo sorprendente de verdad es que siga sorprendiéndonos. Aunque ya sé que todo es impostura entreverada de eso que hemos dado en llamar fatiga pandémica. Hace catorce días, cuando ya la curva había emprendido su cuarta subida, teníamos una idea bastante aproximada de cómo iban a estar hoy los contagios y los ingresos. Sabíamos también cómo evitar ese reventón de casos a plazo fijo. O, por lo menos, cómo limitarlo. Y aquí es donde cambio la primera persona del plural por la tercera: muchos de nuestros convecinos no quisieron hacerlo. Era Semana Santa y, en el caso de Gipuzkoa y Bizkaia, con la propina de una final de copa entre los eternos rivales. Había que ser de piedra para no sumarse a la algarabía. Ya saldría el sol por Antequera. Además, teníamos el permiso silencioso de las autoridades sanitarias, que ni habían dicho ni habían dejado de decir. O viceversa, tanto da.

El resultado es, insisto, exactamente el esperado. Se ha consumado el efecto Semana Santa y nos debatimos entre el “Que nos quiten lo bailado” y el fastidio al ver que vuelven los cierres perimetrales y las persianas bajadas de los bares en los municipios en rojo. Eso, mientras los organismos competentes parecen haber tirado la toalla. ¿Qué nuevas medidas pueden adoptarse si no se cumplen ni la cuarta parte de las vigentes?

Semana Santa salvada

No, qué va. Esta vez no íbamos a salvar la Semana Santa sino las vidas. Cómo nos gustan los lemas de todo a cien, es decir, las trampas en el solitario. Porque es verdad que, a excepción de los más jetas del lugar, en esta ocasión no hemos podido saltar el perimetral autonómico a la segunda residencia en Jaca, Castro, Villarcayo o Benidorm, pero ahí están las cifras de ocupación hotelera en cualquiera de los cuatro territorios del sur de Euskal Herria. Tienen poco que envidiar a las de hace dos años, cuando ni soñábamos con una pandemia. En algunos establecimientos son incluso mejores. Qué decir de las imágenes de terrazas —y allá donde se puede, de interiores— de los bares o, justo donde duele, de las precelebraciones, celebraciones y postcelebraciones futboleras.

De las no futboleras, mejor ni hablamos; ya me quedó claro cuando escribí sobre las patadas en la puerta que propagar el virus es un derecho inalienable. Manda muchas pelotas, por cierto, que los defensores de tal principio sean los mismos que nos cantan las mañanas con la flojera de las autoridades a la hora de decretar medidas de contención. Son, en cualquier caso, representantes de esa hipocresía general que trato de poner en solfa en estas líneas. Se proclama exactamente lo contrario de lo que se pone en práctica. Así de triste.

Semana Santa alemana

En Alemania, un país donde el personal se mete al sobre a las ocho de la tarde, la canciller, Angela Merkel, compareció ayer a las tres de la madrugada. No fue un capricho ni una excentricidad. Tenía un buen motivo. Después de once horas de reunión con los responsables de los estados federados, era urgente anunciar la dura decisión que se había tomado. Frenazo en seco a la tenue desescalada empezada hace apenas catorce días y confinamiento severo durante toda la Semana Santa. Hablamos, ojo, de paralizar totalmente el país, con la única excepción de las tiendas de alimentación, que podrán abrir exclusivamente el sábado, 3 de abril. Obviamente, como ocurre desde noviembre, se mantienen abajo las persianas de la hostelería, los cines, los teatros, los museos y los gimnasios. Por añadidura, todos los viajeros, incluidos los propios alemanes que regresen, deberán acreditar una PCR negativa.

Ahora es cuando les cuento, por si se lo estaban preguntando, que estas medidas se toman con una incidencia acumulada de 108 casos por cada 100.000 habitantes en siete días. Ni en Euskal Herria ni en el conjunto del Estado estamos muy lejos de esos números. Recuerden las imágenes del reciente puente de San José y decidan si es lógico o no que vuelvan a darse, corregidas y aumentadas, en la inminente Semana Santa.