Amor y sensatez

Nuestras queridas autoridades —da igual cuáles— siempre se van a equivocar. Si flexibilizan las restricciones, mal. Si las refuerzan, mal. Si las dejan como están, mal. En cada uno de los supuestos se escucharán las agrias quejas de los descontentos por esto, por aquello o por lo otro. Y lo divertido a la par que revelador es que no pocas veces las protestas vendrán de los mismos eternos disconformes.

Anoto, para que no me digan que me escapo, que de tener voz y voto en los órganos decisorios, en este momento yo optaría por la máxima prudencia. Comprendo la necesidad de hacer malabarismos con mil bolas políticas, económicas y sanitarias, pero se me ponen las rodillas temblonas al pensar que podemos estar comprando a plazos la tercera ola. Claro que también es verdad, y es lo que venía a contarles, que a estas alturas de la pandemia yo no necesito que venga ningún gobierno a decirme lo que tengo que hacer. Vamos, que independientemente de lo que esté permitido o no esté expresamente prohibido, sé qué tipo de actitudes y comportamientos debo evitar. Y me conforta no ser el único. Me consta, sin ir más lejos, que en más de una familia se ha decidido sin esperar al boletín oficial que este año tocan cenas y comidas en casa y solo con los convivientes. No se me ocurre mejor prueba de amor y sensatez.

Mareas

¿Llega o no llega el estallido social? Hace un buen rato que empezaron a pregonarlo. Unos, como dulce ensoñación revolucionaria; otros, como tremebunda profecía apocalíptica. Faltan quienes tienen pesadillas escalofriantes en que las masas toman al asalto su mueble-bar y se beben sus güiscazos de veinte años antes de conducirlos engrillados a una cárcel del pueblo. Faltan y seguirán faltando. Esos, que serían los primeros en ser arrastrados por el reventón de rabia y, por tanto, los que más motivos tendrían para temerlo, continúan retozando alegres y confiados en la molicie de costumbre. Como demasiado, enarcan una ceja con más curiosidad que canguelo a la vista del fenómeno de moda: las mareas.

Así las anuncian en los epígrafes de los periódicos —con mayor querencia en los digitales que coleccionan clicks de aluvión— y en los ardorosos hashtags (o sea, etiquetas) de Twitter. Ya no hay manifestaciones, concentraciones ni movilizaciones. Cualquier protesta toma el nombre de marea y, si procede, como apellido, un color identificable con el sector que haya bajado al asfalto a desgañitarse contra el pisoteo sistemático y creciente de sus derechos. Los sanitarios, marea blanca; los docentes, marea verde; los mineros, marea negra; todos juntos, marea a secas. La lástima y a la vez la razón de la tranquilidad para los presuntos destinatarios de los gritos y los lemas de las pancartas es que no pocas veces —la mayoría, me temo— la denominación está muy por encima de la realidad. Una floja entrada en el estadio de un equipo de fútbol de la mitad de la tabla hacia abajo supone una congregación más numerosa.

No lo anoto porque me guste que sea así. Al contrario, sería bastante menos infeliz viendo respuestas proporcionales (nunca violentas, ojo) a las injusticias que nos espolvorean todos los días. Pero tampoco me parece que ni el voluntarismo ni el triunfalismo sean los mejores consejeros.