¿Pandemia? ¿Qué pandemia?

Toc, toc. Lamento interrumpir el plácido goce y disfrute de lo que dimos en llamar, tomando prestada la expresión al portavoz de Lakua, Bingen Zupiria, “la vida de otra manera”. Que sí, que yo también he pecado. Desde el mismo día en que decayó el decreto de emergencia sanitaria y el LABI pasó a la reserva, todos nos entregamos a la recuperación del tiempo perdido. Ya antes habíamos ensayado, pero en cuanto se cortó la cinta imaginaria, redoblamos nuestro ímpetu. Nos hicimos creer que llevábamos centurias de hambre atrasada y nos dispusimos a ajustar cuentas como si literalmente no hubiera un mañana ni un pasado mañana. Las mascarillas van desapareciendo del paisaje y nos arracimamos con el prójimo como no hacíamos antes de la irrupción del bicho. ¿Qué puede salir mal?

Pues, de momento, parece que todavía nada demasiado gordo. Estamos a tiempo de levantar el pie del acelerador vital. Sepan solamente que nuestra comunidad es una de las seis en las que el virus está técnicamente en expansión. Hemos pasado del verde al amarillo en ese mapa que hace no tanto escrutábamos con ansiedad y ahora pasamos un kilo y medio de mirar. Bien es cierto que algo de culpa tienen las autoridades que, por algún motivo, han considerado que ya no es necesario aportarnos los datos diariamente. La traducción de ese mensaje entre una ciudadanía con ansia de sepultar en el olvido este año y medio de limitaciones es que la pandemia está superada. Ya estamos viendo que todavía no podemos cantar victoria, pero por desgracia, parece tarde para dar marcha atrás. A lo bueno nos acostumbramos pronto.

Diario de la segunda ola

¿Exagero al inaugurar esta nueva serie? Ojalá. Incluso me consta que técnicamente es discutible que estemos en una segunda oleada. Pero tengo muy fresco —demasiado— el recuerdo del estreno del primer diario del covid-19 (entonces solo se decía en masculino) el 11 de marzo de este mismo año. Se me tachó de alarmista, cenizo y apocalíptico. Cuatro días después decretaron el eterno confinamiento que pasamos mientras miles de nuestros congéneres iban muriendo casi literalmente como chinches y otros miles pasaban semanas infernales en la UCI de hospitales siempre al límite o más allá. Impotentes ante la sangría que amenazaba con llevársenos a nosotros o a cualquiera de los nuestros, conjurábamos el canguelo aplaudiendo desde la ventana a las ocho de la tarde y repitiendo como una letanía que todo saldría bien.

¿Lo hizo? Ciertamente, no. Ahí están el zarpazo al censo y el cataclismo económico que sigue sin ver fondo. Sin embargo, en mayo las tremebundas cifras sanitarias fueron dándose la vuelta y se nos ofreció la posibilidad de recuperar, siempre con mil y una limitaciones, algunas de nuestras rutinas anteriores al desembarco del virus. Todo lo que se nos pedía era un poco de juicio, una migaja de sentido común para administrar una libertad más condicionada que condicional. Aunque la posibilidad de que nos tocara la lotería maldita no era descartable del todo, las actividades más peligrosas (que no eran las que cacareaban los profetas de lance) estaban tasadas y medidas. Sabíamos qué debíamos evitar a toda costa. Y unos lo hicimos, pero otros, no sé cuántos, no. Así hemos llegado hasta aquí.

Días (muy) extraños

¿Metro y medio o dos metros? A gusto del consumidor o conforme al acuerdo político que toque. Lo último es buscarle la lógica. La autoridad dispone y la ciudadanía obedece rechistando lo justo, no vayamos a disgustar al santo doctor Simón, ora pro nobis. Así, no hay problema en ir pegado al prójimo en el transporte público, pero si se trata de un cine o un teatro, ah no, entonces hay que dejar butaca y pico, pues por lo visto, el bicho es más puñetero en ambientes culturetas que en los medios de locomoción que acarrean currelas o turistas a las actividades productivas.

Ídem de lienzo con las mascarillas. Son obligatorias, ya tú sabes, mi amor, pero un poco al libre albedrío. Nadie te va a decir nada por no llevarla en plena marabunta en la Gran Vía o el Boulevard. Cuidado, eso sí, con entrar sin ella al tasco de la esquina, aunque sea para ponértela bajo el mentón mientras te pegas dos horas de cañas y húmeda cháchara con tus compadres a apenas palmo y cuarto. Recuerda, eso sí, volver a colocártela en la posición reglamentaria al abonar la consumición y disponerte a abandonar el local. Da igual, por cierto, que sea el mismo tapabocas de 96 céntimos que estrenaste en la fase uno y que ya se ajusta a tu cara con precisión milimétrica gracias al almidón de tu saliva. Que viva la Nueva Normalidad.

Ancha es Cantabria

¡Cómo de revuelto anda el patio cuantopeormejorista! Con esa dignidad tan de cuarta regional comprada en Aliexpress, el equipo paramédico habitual y sus dóciles corderitos se pretenden escandalizados porque la demarcación autonómica vasca y su vecina Cantabria han decidido adelantar dos días el ingreso en la santa chorrada esa que llaman Nueva Normalidad. Son 48 puñeteras horas de diferencia con lo que va a hacer todo quisque, no solo en la piel de toro, sino en buena parte del cacareado espacio Schengen.

No parece que sea coger el turbo y ponerse a derrapar locamente, ¿verdad? Pues lo es. Dicen los Tragacanto, los House, los Marcus Welby y los Nacho Martín de lance que justo ese tiempo es el que va a aprovechar el pérfido bicho para difundirse a mansalva y teletransportar por millares a los incautos vascones de las terrazas de Castro o Noja a la UCI de Basurto y, de ahí, al camposanto o al crematorio. Y miren, no dirá este servidor, cauto hasta las puertas de lo cagueta, que no estamos corriendo un riesgo, pero no mayor ni de más gravedad que el que afrontan los territorios que se quitan el corsé el domingo. ¿Tal vez la alternativa es seguir confinados por los siglos de los siglos? Espero que no respondan los profetas que anunciaron que la vuelta al currele no esencial sería el fin del mundo.

Diario del covid-19 (53)

Una hora después de que el ultramonte motorizado pusiera la nota bicolor —rojo y gualda— por el sufrido asfalto de varias ciudades hispanistaníes, incluyendo Bilbao y Gasteiz, el Timonel Sánchez emitió una suerte de adelanto de último parte de guerra. Faltaría más, no dio por cautivo y desarmado al bicho, puesto que todavía queda un rato para seguir ordeñándolo como se hace con las benditas maldiciones, pero sí apuntó que la nueva normalidad, o sea, la vieja tuneada, está a la vuelta de la esquina. Apertura al turismo extranjero ya en julio, no vaya a ser que los italianos, a los que se ha seguido al milímetro en cada mala decisión, y que ya se han adelantado en ese terreno, le coman la merienda a la tierra que nació entre flores, fandanguillos y alegrías.

Y la cosa es que no seré yo quien critique tal decisión, del mismo modo que me parece absolutamente razonable celebrar a mediados de ese mes unas elecciones si la situación sanitaria lo permite. Hasta entonces seguiremos en este columpiarnos de fase en fase o de desfase en desfase, con episodios como la toma al asalto y antes de tiempo de las playas, las colas kilométricas ante las terrazas o la cuchufleta del inicio de las fiestas de Beasain el viernes pasado que le costó la dimisión a una edil de EH Bildu que se dejó llevar por el jolgorio.

Diario del covid-19 (37)

Trato de imaginarme mi primer vermú extradomiciliario en las circunstancias descritas por el birlibirloquero Sánchez anteayer y se me pone el cuerpo raro. Sé de entrada que deberá ser en el treinta por ciento de la terraza de un local hostelero. Puesto que seguirá imperando la distancia social de dos metros, si quedo con otra persona para la libación, deberemos ocupar, como poco, dos mesas, y sentarnos en diagonal. Ahí se me descoyuntan las matemáticas. Con dos o tres parejas quedaría completado el aforo que se le permitiría a la mayor parte de los bares que conozco. ¿Cómo deberían hacer cola los clientes que aspirasen a su consumición? ¿Cuánto espacio urbano podrían ocupar, teniendo en cuenta que en muchas calles las tabernas se suceden sin solución de continuidad? Todo eso, claro, sin plantear si a los propietarios les resultará rentable abrir, con todos los gastos que ello implica, para dar servicio a tan limitada clientela.

También es verdad, lo confieso, que mi reparo mayor es psicológico. Si coger una lata de atún en el súper me provoca taquicardia al barruntar lo que pueda llevarme a casa, me declaro incapaz de imaginarme posando mis labios en un vaso que ha sido utilizado vaya usted a saber por quién y por cuántos. Incluso sabiendo que lo han lavado a 80 grados. Maldita nueva normalidad.