Iturgaiz tiene razón

Sorpresas te da la vida. Carlos Itugaiz —les dejo a ustedes que escojan los epítetos— afirma que todos los presos gravemente enfermos deberían ser excarcelados. También los de ETA, precisa ante la pregunta más que pertinente de una periodista que hace muy bien su trabajo. El resultado es un titular como la copa de un pino, cargado, por demás, de suculentas propinas. Confieso que en mi caso la primera fue el divertimento de imaginar la cara de Casado y sus guerreros de terracota al escuchar la herejía en boca de quien hasta ahora conocíamos como uno de los más fieros creyentes y practicantes de la doctrina de la venganza. Y en euskera, además, porque la entrevista tuvo lugar en el primer canal de ETB. Me sorprende no saben cuánto que a la hora de garrapatear estas líneas no haya habido desmentido, matización ni llamada al orden.

Y luego, por supuesto, está la melancolía al pensar qué diferentes hubieran sido algunas cosas si algo así se hubiera dicho y aplicado hace unos años. Pero ustedes y yo tenemos en la memoria las toneladas de sulfuro dialéctico que se han vertido hasta anteayer mismo cada vez que se pedía un trato humano para un recluso de ETA con las horas de vida contadas. En todo caso, y aunque seguirá siendo despiadadamente tarde para quienes acabaron consumidos en la enfermería de una prisión y para sus familiares, sería un gran avance que un principio tan simple como el enunciado por Iturgaiz empezara a guiar la política penitenciaria en España. Claro que para que nadie se llame a engaño, a ciertos medidores de doble vara habría que explicarles que también Eduardo Zaplana merece ser excarcelado.

El gesto

Hace unos días, les lloraba aquí mismo las penas de Murcia, o sea, las de la Carrera de San Jerónimo, por los deplorables espectáculos que nos depara, con creciente frecuencia e intensidad, el Congreso de los Diputados de Madrid. O las Cortes, incluyendo esa peculiar cámara que es el Senado, donde lo mismo sestean los viejos elefantes que tratan de hacer su trabajo contra los elementos varios entusiastas de la política que todavía se lo creen. Era el mío un llanto a beneficio de inventario, casi una pataleta impotente, al ver cómo los supuestos representantes de la soberanía popular se han entregado a una competición ya decididamente alocada por hacer el mayor ruido posible para tapar su incapacidad —¿O será su falta de voluntad?— de encontrar soluciones a los problemas de la ciudadanía que los ha colocado ahí.

Por supuesto, la descarga no era de aplicación a la totalidad de los ocupantes de escaño. Ya dejaba caer que había algunos que clamaban en el desierto contra esa impostura desbocada y pedían un cambio de actitud a sus compañeros. Añado aquí y con doble subrayado entre los dignos titulares de acta de diputado al representante canario de Unidos Podemos, Alberto Rodríguez, que en esa misma bronca sesión de la que les hablaba el otro día, tuvo la gallardía de dedicarle unas emotivas palabras a su adversario del PP, Alfonso Candón, que se despedía de la cámara. “Nunca pensé que diría esto en el Congreso, y menos a alguien del Partido Popular. Le vamos a echar de menos. Es usted una buena persona y le pone calidez humana a este sitio”, dijo Rodríguez desde el atril. Un gesto que merece un enorme aplauso.

Medir el sufrimiento

Hasta hace un par de días ni se me había ocurrido que pudiera existir una tabla de pesos y medidas para determinar científicamente la cantidad y la calidad del sufrimiento. Lo descubrí escuchando, debo decir que atónito, a uno de los forenses que han intervenido en el juicio al que en los medios llamamos teatralmente ‘el falso shaolín’ cuando quizá bastaría referirnos a él como ‘el asesino del gimnasio’. El experto hablaba, en concreto, de Ada Otuya, la última víctima del matarife, la que tenía casi literalmente entre las manos en el momento de su detención. Fue hallada agonizante, ingresó en el hospital en estado de coma, y falleció tres días después.

Al impresionable común de los mortales como usted y yo se le ponen los pelos como escarpias y se le encoge el alma imaginando los padecimientos de la mujer. Pues con la cinta métrica oficial en la mano, no tenemos motivos para ello. Según afirmó el perito con una mezcla de frialdad y lo que parecía cierta molestia por tener que explicar cosas que en su círculo profesional son de parvulitos, Ada no fue sometida a un sufrimiento excesivo ni inhumano. Vamos, que fue el dolor corriente y moliente de cuando a alguien de complexión fuerte le está matando un tipo bajito con conocimientos de artes marciales.

Seguramente, desde el punto de vista técnico, la argumentación es impecable y, desde luego, imposible de refutar por quien, como servidor, sabe de la ciencia forense lo que ha visto en las películas y en las mil series sobre la materia. No puedo, sin embargo, dejar de anotar mi estupor y mi desazón al comprobar que hasta lo más íntimo es tasable.