¡Viva Finlandia!

¡Vaya con Finlandia! Moderna, civilizada, feliz, campeona sideral de no sé cuántos índices de desarrollo humano. Las brasas que habremos dado glosando la Ítaca nórdica y, particularmente, su envidiable y envidiado sistema educativo donde no se conocen ni el bullying ni el fracaso escolar. Y oigan, que no les digo que no sea cierto, pero déjenme que me rasque la cabeza con perplejidad a la vista de lo que han votado en las últimas elecciones un buen montón de ciudadanos forjados por ese modelo de enseñanza que se nos exhorta a imitar una y otra vez.

Les supongo tan informados y confusos como yo mismo: la ultraderecha agrupada en una formación llamada Verdaderos Finlandeses —¡glups!— se quedó a dos décimas, o sea, a 6.800 sufragios, de ganar los comicios. Se impuso por ese ínfimo margen el Partido Socialdemócrata, que vuelve a ser la primera fuerza después de dos decenios. Y ahí también se nos rompe un mito o una mentira que creíamos por pura inercia. Resulta que durante ese tiempo los gobiernos han estado encabezados por conservadores o centristas, que han venido constituyendo ejecutivos de coalición de variada coloratura. El más reciente, el que decae con estas elecciones, compuesto por centristas, conservadores y… ¡los propios Verdaderos Finlandeses! Es decir, que desde 2015, un partido al que se tiene por radicalmente xenófobo ha sido puntal de gobierno en el que creíamos paraíso del norte de Europa. Para más inri, su realidad política actual no es muy diferente de la que se vive en los países de su entorno, esos cuyos nombres aún pronunciamos al borde del éxtasis. Quizá debamos revisar ciertos tópicos.

Comer o no comer

Las verdades duran lo que duran. Incluso, a pesar de la brasa que nos dan, las científicas. O especialmente esas, y con particular querencia, las que tienen relación con las cosas de comer y beber. No vean, además, la prisa que gastan los sabios de la materia en mudar de alfa a omega, de arre a so, de cero a infinito y/o viceversa. Que antes, por lo menos, desde que se creaba un mito hasta que se desmentía transcurrían unas cuantas generaciones. El durante siglos despreciado pescado azul pasó un día a la categoría de mano de santo, y aguanta en el Olimpo de la nutrición más de dos décadas después de la muerte de Grande Covián. Hoy, sin embargo, las pontificaciones tardan dos pestañeos en contradecirse.

Ahí tienen la perversidad sin límite ni freno del aceite de palma. Hace nada, armados de profundísimos e irrefutables estudios, andaban proponiendo estampar en los envases de las margarinas imágenes como las de las cajetillas de tabaco. Se acusaba a la grasa del diablo de genocidios silenciosos sin cuento. ¡Con qué acojono nos hemos estado dejando los ojos frente a los lineales del híper en el a veces vano intento de discernir si tales galletas o cual mayonesa incorporaban el veneno!

Pues para bien poco, porque acaban de desembarcar eruditos que, apoyándose en trabajos tan documentados como los otros, concluyen que tampoco es para tanto. Después de abroncar al ignorante común de los mortales por dejarse amedrentar, anotan con displicencia que bueno del todo no es, que al final de algo hay que morir, y que hay cosas peores. Como el glutamato o los refrescos light, vigentes malvados hasta nueva orden.