Coronalistos

Deseo fervientemente que algún día podamos reírnos de esto. Me consta que algunos lo están haciendo ya, no sé si por inconsciencia, como antídoto del miedo o, sin más, porque oye, qué le vas a hacer, si de esta palmamos, que nos vayamos al otro barrio bien despiporrados. Servidor, que seguramente será un sieso, no le encuentra la gracia a la mayoría de los chistes negros que circulan. Ojalá a nadie se le congele la carcajada cuando compruebe en su entorno inmediato que lo que estamos viviendo no es ninguna broma.

Claro que los graciosos que hacen chanzas de octogenarios muertos —ayer mismo, con el primer fallecimiento en Euskadi, hubo jijí-jajás, se lo juro— resultan mas soportables que los requeteenterados que saben de buena tinta que todo se está haciendo mal. Los coronalistos son una epidemia paralela al coronavirus. Se queda uno asombrado de sus conocimientos enciclopédicos sobre transmisiones víricas, enfermedades contagiosas, protocolos, tratamientos y medidas de contención infalibles.

Y lo más pistonudo es que los integrantes de esta banda de sabiondos pontificadores no han pisado una facultad de Medicina en su vida y, en el mejor de los casos, sus conocimientos científicos se reducen a haber jugado con el Quimicefa. Pero ahí los tienen, oigan, igual proclamando que esto se pasa con zumo de naranja y paracetamol que cacareando que las autoridades sanitarias no tienen ni pajolera idea. O, por ir al asunto central de estas líneas, acusando a los profesionales sanitarios de Araba de haber propiciado la difusión del Covid-19 en el territorio, amén de su propia cuarentena. Lo llaman periodismo y no lo es.

El negocio de la salud

Andamos tarde para salvar la sanidad pública. De hecho, me temo que ya hace mucho tiempo que la perdimos entre la grande polvareda, como cuenta el romance que ocurrió con el tal Don Beltrán en Roncesvalles. Puede que las privatizaciones que vienen sean las más salvajes y las más desacomplejadas en sus planteamientos, pero no son las primeras. Ni las segundas. Ni las terceras. Es más, si hacemos un recorrido histórico por los sistemas sanitarios públicos de nuestro entorno —digamos España, digamos sur de Euskal Herria—, veremos que aunque la titularidad y la gestión hayan estado en las administraciones, su modelo y su funcionamiento han atendido siempre a intereses privados casi al ciento por ciento.

No diré que no ha habido un cierto margen de maniobra para que los ministerios o las consejerías decidiesen sus políticas sobre salud. Sin embargo, las líneas maestras, que no eran precisamente rojas, venían y vienen marcadas por las grandes corporaciones. Son ellas las que dictan el tipo de medicina que se oferta (tremendo verbo, lo sé) hoy en día en esta parte del mundo, una en la que los pacientes han sido convertidos en clientes. Hasta las enfermedades y sus tratamientos parecen depender de modas que, a su vez, vienen determinadas por el puro negocio.

Esa es la palabra clave, negocio, porque estos poderosos entes controlan cada uno de los elementos que intervienen en el proceso. Son ellos los que suministran el carísimo equipamiento con el que nos diagnostican, que siempre tiene que ser el último que han puesto en el mercado. Por descontado, también son los proveedores de los fármacos que se nos recetan, a veces como si fueran caramelos. Aunque sean nuestros impuestos los que sufragan todo eso, no resulta muy apropiado seguir hablando de sanidad pública. Las manos que mecen la cuna son privadas, muy pero que muy privadas. Y a partir de ahora, sospecho, más todavía.