¿Nacionalizar qué?

Qué gran bravuconada, la del vicepresidente español, Pablo Iglesias. En un remedo aguachirlado del “¡Exprópiese!” de Chávez, el estadista de Galapagar ha porfiado que no le temblaría el pulso en nacionalizar farmacéuticas si eso garantizara el derecho a la salud. Como es obvio, los capos de las boticas al por mayor no están para chorradas, pero en el remoto caso de que la fanfarronería hubiera llegado a sus oídos, no es difícil imaginar la carcajada inyectada de desprecio. Puro principio de realidad: es mucho más fácil que una farmacéutica intervenga un Estado (presuntamente) soberano que la viceversa. Basta poner frente a frente los recursos financieros de cada cual para comprobar quién saldría ganando de un pulso.

Y como dolorosa prueba del nueve, ahí tenemos bien reciente la claudicación de toda una Comisión Europea frente al emporio AstraZeneca. Incluso con una actitud valerosa y digna de elogio, todo lo que ha conseguido la entidad que representa a 27 gobiernos es que los trileros de vacunas se avengan, ya si eso, a servir la mitad de las dosis inicialmente comprometidas hasta el mes de marzo. Una humillación, sí, pero el mal menor cuando en el zoco despiadado de la inmunización hay postores con mucho parné que decuplican el precio por vial que acordó la UE. Es el mercado, amigo Iglesias.

El negocio de la salud

Andamos tarde para salvar la sanidad pública. De hecho, me temo que ya hace mucho tiempo que la perdimos entre la grande polvareda, como cuenta el romance que ocurrió con el tal Don Beltrán en Roncesvalles. Puede que las privatizaciones que vienen sean las más salvajes y las más desacomplejadas en sus planteamientos, pero no son las primeras. Ni las segundas. Ni las terceras. Es más, si hacemos un recorrido histórico por los sistemas sanitarios públicos de nuestro entorno —digamos España, digamos sur de Euskal Herria—, veremos que aunque la titularidad y la gestión hayan estado en las administraciones, su modelo y su funcionamiento han atendido siempre a intereses privados casi al ciento por ciento.

No diré que no ha habido un cierto margen de maniobra para que los ministerios o las consejerías decidiesen sus políticas sobre salud. Sin embargo, las líneas maestras, que no eran precisamente rojas, venían y vienen marcadas por las grandes corporaciones. Son ellas las que dictan el tipo de medicina que se oferta (tremendo verbo, lo sé) hoy en día en esta parte del mundo, una en la que los pacientes han sido convertidos en clientes. Hasta las enfermedades y sus tratamientos parecen depender de modas que, a su vez, vienen determinadas por el puro negocio.

Esa es la palabra clave, negocio, porque estos poderosos entes controlan cada uno de los elementos que intervienen en el proceso. Son ellos los que suministran el carísimo equipamiento con el que nos diagnostican, que siempre tiene que ser el último que han puesto en el mercado. Por descontado, también son los proveedores de los fármacos que se nos recetan, a veces como si fueran caramelos. Aunque sean nuestros impuestos los que sufragan todo eso, no resulta muy apropiado seguir hablando de sanidad pública. Las manos que mecen la cuna son privadas, muy pero que muy privadas. Y a partir de ahora, sospecho, más todavía.