He visto a más de un ciclista palmar la etapa por levantar los brazos un cuarto de segundo antes de cruzar la línea de meta. Esperaré, pues, hasta después de la última campanada para tatuarme en las paredes del alma que yo sobreviví a 2012. Parecerá un raquítico balance, lo sé, pero es más de lo que muchos pueden decir. Este año cabrón ha sembrado de cadáveres literales o figurados las cunetas del calendario. En el sálvese quien pueda y la desesperada huida hacia adelante, apenas hemos tenido tiempo para un mal responso y un mecagoentodo por los que perdían pie y perecían en la estampida. Ya lo pagaremos mañana cuando también a nosotros nos alcance el destino o, si tenemos suerte y lo burlamos, cuando se nos aparezcan en tropel las ánimas de los prójimos que se han quedado en el camino. Mientras tanto, hay que seguir corriendo con la conciencia y el culo bien prietos, no vaya a ser —perdonen la insistencia ceniza aunque no descabellada— que seamos los siguientes.
¿Pero correr hacia dónde? Esa es otra, que digan lo que digan los creativos del hiperglucémico anuncio de los embutidos o los vivales que venden crecepelos milagrosos, ni Dios en persona parece saber dónde está la salida… en el dudoso caso de que haya una. Habrá que elegir (y seguramente equivocarnos) entre seguir a nuestro olfato o a cualquiera de las decenas de flautistas de Hamelín dispuestos a amenizarnos la excursión al despeñadero con sus dulces tiroliros tan alternativos y chipendilerendis como irrealizables. Si se decantan por esta opción, verán qué estampa más bucólica cuando los simpáticos guías se detengan al borde del precipicio para contemplar, sin dejar de tocar, cómo ruedan hasta el fondo los cándidos corderos que se han dejado conducir hasta allí. La otra, la del buscarse la vida por libre y ver por dónde sale el sol, tampoco parece que tenga un final mejor. ¿Y entonces? Eso es lo que quisiera saber yo.