Ahora que el PP ha tenido que echar rodilla a tierra y ha rodado la cabeza rizada de Ruiz-Gallardón, quizá se puedan decir dos o tres cosas sobre el aborto. De esas que se obvian en el fragor de la batalla dialéctica para no pasar por cualquiera de los hooligans provida que, en realidad, son escuadristas de la muerte con sacarina. La primera, no por importancia, sino en orden de llegada a mi alborotada conciencia, es que no ha sido la movilización la que ha hecho caer la reforma. Génova no contaba con ninguno de esos votos. Le preocupaban los suyos, los que solo se manifestaban de puertas adentro, pero por lo visto, en número suficiente para dar marcha atrás en una supuesta cuestión de principios irrenunciables. La reforma laboral, la ley Wert o la de Seguridad Ciudadana han tenido tanta o más contestación, y ahí las tienen, navegando viento popa a toda vela.
La segunda apreciación, quizá más atrevida, es que interrumpir un embarazo no es exactamente quitarse un forúnculo, como puede derivarse de algunos lemas jacarandosos, mayormente los que incluyen la palabra coño para enfatizar (infantilmente) el mensaje. Y tampoco es uno de esos planes B que acaban haciendo que casi nunca se siga el A. No, ni un método anticonceptivo, salvo que forcemos el lenguaje hasta allende los límites del relativismo moral.
Si la sobreculpabilización o la criminalización que tratan de imponer los ultramontanos son un dislate, no es mejor alternativa la banalización de los que se pretenden la recaraba del progresismo. Escribí cuando empezó esta insensatez que lo opuesto a estar en contra del aborto no es estar a favor.