Corrupción institucional

Al girar la puerta, no necesariamente hay una eléctrica o una teleco. Alberto Ruiz-Gallardón, por ejemplo, se encontró con un Consejo Consultivo. El de la Comunidad de Madrid, esa que anda afeando a los demás no sé qué privilegios y prebendas. Puede sonar a premio de consolación, pero, oigan, son 8.500 euros del ala al mes por una reunión semanal que se celebra los miércoles, salvo, imagino, cuando le toca Champions a los merengues. Hasta el sastre de Tarzán trabaja más. El lote incluye coche oficial, despacho, secretaria (o secretario, digo yo) y la utillería de rigor, a saber, Iphone del copón, tablet de quitar el hipo y resmillería personalizada. ¡Ah! Y para que luego digan de la temporalidad de los contratos, se trata de un puesto vitalicio. Sin periodo de prueba ni nada. Aquí te ficho, aquí cobras la primera dieta: no se le habían secado las lágrimas por la dimisión del martes, y el jueves estaba ya a la orden. Solo el Tribunal Constitucional resolviendo recursos contra Catalunya tiene acreditada tal celeridad.

Por lo demás, al progre más ultra (o viceversa) no le va a faltar buena compañía. Preside la cosa Ignacio Astarloa, presunto muñidor de algún indulto firmado por el propio Alberto, culo conocedor de una amplia panoplia de cargos, y todavía diputado en el Congreso; las incompatibilidades son para para los pringaos. También hay otra media docena de perfectos desconocidos y, rematando el lustre, ese simpático bribón de la política que atiende por Joaquín Leguina. Se pregunta uno qué necesidad tendrá este ganado de andar con sobres y cajas B, si tienen la corrupción institucionalizada.

Banalizar el aborto

Ahora que el PP ha tenido que echar rodilla a tierra y ha rodado la cabeza rizada de Ruiz-Gallardón, quizá se puedan decir dos o tres cosas sobre el aborto. De esas que se obvian en el fragor de la batalla dialéctica para no pasar por cualquiera de los hooligans provida que, en realidad, son escuadristas de la muerte con sacarina. La primera, no por importancia, sino en orden de llegada a mi alborotada conciencia, es que no ha sido la movilización la que ha hecho caer la reforma. Génova no contaba con ninguno de esos votos. Le preocupaban los suyos, los que solo se manifestaban de puertas adentro, pero por lo visto, en número suficiente para dar marcha atrás en una supuesta cuestión de principios irrenunciables. La reforma laboral, la ley Wert o la de Seguridad Ciudadana han tenido tanta o más contestación, y ahí las tienen, navegando viento popa a toda vela.

La segunda apreciación, quizá más atrevida, es que interrumpir un embarazo no es exactamente quitarse un forúnculo, como puede derivarse de algunos lemas jacarandosos, mayormente los que incluyen la palabra coño para enfatizar (infantilmente) el mensaje. Y tampoco es uno de esos planes B que acaban haciendo que casi nunca se siga el A. No, ni un método anticonceptivo, salvo que forcemos el lenguaje hasta allende los límites del relativismo moral.

Si la sobreculpabilización o la criminalización que tratan de imponer los ultramontanos son un dislate, no es mejor alternativa la banalización de los que se pretenden la recaraba del progresismo. Escribí cuando empezó esta insensatez que lo opuesto a estar en contra del aborto no es estar a favor.

Gallardón dinamitero

Yo no estoy a favor del aborto. No creo que casi nadie lo esté, en realidad. Ni siquiera los que lo reclaman como derecho, entre los que no tengo claro si me encuentro o no. Es una de tantas trampas del lenguaje, que nos plantea disyuntivas falsas. En este caso, lo opuesto a estar en contra no es estar a favor sino, como mucho, asumir que la interrupción voluntaria del embarazo bajo determinadas circunstancias es un mal que busca evitar otro mayor. Hay que ser malnacidos —miren qué palabra me sale— para sostener que las mujeres que toman esa decisión lo hacen como si estuvieran escogiendo entre peinarse a lo garçon o hacerse rastas. No diré que todas, porque tampoco quiero ser más papista que el papa, pero estoy seguro de que la inmensa mayoría de las que han estado en ese trance lo han hecho pagando un altísimo precio de lágrimas, noches sin dormir y dudas atormentadoras… tanto antes como después de pasar por la camilla.

Hasta donde soy capaz de percibir, diría que se daba un amplio consenso social sobre lo que describo. Incluso personas de mentalidad conservadora habían llegado a aceptar, quizá tratando de no pensar demasiado en ello, que la ley de plazos suponía una solución realista. Si habían tenido una experiencia cercana y no digamos si lo habían vivido en carne propia, la convicción de que no se puede tapar el sol con un dedo era aun mayor. Y en cuanto a los que reclamaban una normativa más abierta, el sentido común les había hecho comprender que, sin dejar de ser mejorable, lo que estaba vigente resultaba razonable.

En un lugar en el que se levantan trincheras por la menor chorrada, era difícil encontrar cuestiones que, siendo peliagudas y resbaladizas, se llevaran con tal grado de sensatez. Esta era una de ellas hasta que, en nombre de su ego y obrando al servicio del integrismo pro-vida —esa expresión sí que es falaz—, el ministro Alberto Ruiz-Gallardón la ha dinamitado.

De indultos e insultos

Dime a quién indultas y te diré quién eres o, por lo menos, lo que pareces. Otra cosa, claro, es que te creas tan por encima del bien y del mal, que te importe un bledo, como por lo visto le ocurre al Gobierno español. Menudo carrerón de medidas de gracia sin puñetera gracia lleva. Entre los barrabases premiados por el dedazo magnánimo del señor de Pontevedra y sus escuderos figuran policías torturadores (cuatro hasta la fecha), banqueros corruptos y políticos que metieron la mano hasta el codo. 450 excarcelaciones por la patilla en un año, olé sus barbas. Tal vez porque la colección se estaba volviendo demasiado monotemática o por hacerle un guiño a ese Anacleto apellidado Carromero, el último rescatado de presidio ha sido un asesino a volante armado.

Como estas canalladas se hacen a oscuras en la trastienda y por lo bajini, ni nos habríamos enterado de no ser por la amarga queja de la asociación Stop Accidentes. Y aun así, el asunto se ha ventilado en esquinitas perdidas de la actualidad, allá donde habitan el olvido y la indiferencia social, que es también donde nos las dan todas juntas. Sirvan estas líneas, en su corto alcance, para levantar acta de la enésima aplicación caprichosa de la prerrogativa gubernamental del perdón.

Caprichosa, sí, y algo peor, pues el beneficiado no es alguien que tuvo un mal día, un despiste tonto o cometió una imprudencia menor. Porque le salió de los mismísimos, después de liársela parda a un rosario de conductores, este tipejo, de nombre Ramón Jorge Ríos, invadió el carril de sentido contrario y se pegó una kilometrada sembrando el terror hasta que pasó lo que tenía que pasar. Dejó sobre el asfalto un muerto y una herida grave que todavía padece secuelas. Él, faltaría más, salió ileso. Le cayó una condena de trece años… que no cumplirá porque para Mariano Rajoy y Alberto Ruiz-Gallardón, este terrorista vial merece una segunda oportunidad.

—OOO—

[Después de enviar la columna al periódico, supe que había otros elementos que hacen más turbio el asunto. El hijo del ministro Gallardón trabaja en el bufete que representa al indultado, cuyo abogado es un hermano del exdirigente del PP Ignacio Astarloa.]

El templado Gallardón

Con lo diversa que es la fauna política, resulta difícil establecer el ránking de las especies más dañinas que la componen. Por intuición, diríamos que los primeros puestos estarían ocupados por los corruptos sin escrúpulos, que son malos y además, entrenan para superarse. Sin embargo, si evaluáramos al detalle los efectos devastadores que producen, tal vez cayéramos en la cuenta de que los auténticamente letales son los ególatras megalómanos que se creen llamados a una misión superior. Podría detenerme enumerando las características de esta ralea pero, habiendo ejemplares a decenas, con un nombre se comprenderá mejor: Alberto Ruiz Gallardón.

Allá en la zona tibia de la izquierda hubo quien se alegró cuando Rajoy lo llamó a su séquito de recortadores y reformadores. Del mal, el menos, pensaron con candidez quienes se habían tragado el cuento prisaico que presentaba al coleccionista de poltronas como encarnación de esa derecha soñada que no se pasa el día en el ultramonte. Como en el reparto le tocó la cartera (o la mochila llena de piedras) de Justicia, incluso por aquí arriba se iluminó algún rostro imaginando que un tipo tan templado iba a ser mano de santo para “lo nuestro”. Claro, por eso lo primero que hizo fue anunciar que impondría algo muy parecido a la cadena perpetua y que los colectivos de víctimas —“esos” colectivos— tendrían derecho de pernada y de veto. Y de aplicar la ley penitenciaria para que los presos estén donde dicen los propios papeles oficiales, tararí que te vi.

Eso lo congració con la caverna que, tras años de mirarlo con ojos esquinados por sospechoso de rojez, ahora lo ha convertido en su fetiche. Más aun, después de que el ínclito se haya autoinvestido azote de abortistas y, como me señaló en Gabon de Onda Vasca el profesor Javier De Miguel, paladín de las vomitivas ideas sobre la feminidad de Escrivá de Balaguer. Fíate de los que parecen inofensivos.

La (in)Justicia es así

No hacía falta leerse los miles de folios del sumario. Bastaba haber escuchado las grabaciones de las patéticas conversaciones —amiguito del alma por aquí, besito por allá— para ver toda la inmundicia en la que andaba metido Camps. Pues ahí lo tienen, libre como el viento y agradeciendo con su sonrisa vampiresca, ¡vaya huevos!, el apoyo de la “España limpia” (palabras literales) que le ha quitado de encima el marrón. Es “no culpable” porque lo han decidido cinco tipos elegidos al azar de entre un censo que, eso sí que duele, lo votaba por mayoría absoluta a pesar de (o tal vez por) su currículum con olor a podrido. Viene a ser como si los socios del Madrid tuvieran que imponer una sanción a Pepe por el pisotón alevoso a Messi. Un atropello a plena luz del día y con recochineo ante el que, para colmo, hay que callarse so pena de ser tildados de irrespetuosos con el sacrosanto Estado de Derecho funcionando a pleno pulmón.
Pues que le vayan dando al tal Estado de Derecho con E y D mayúsculas. Bastante bien lo conocemos en esta tierra donde si se oye ruido en la puerta a las cinco de la madrugada nunca es  aquel lechero que decía Churchill. Cualquier intento de tener un gramo de fe en las togas se nos ha ido por el desagüe a fuerza de tragar una arbitrariedad tras otra, no pocas veces acompañadas, además, por una ración de jarabe de palo. Y si alguna vez hemos salido bien librados de una, ha sido más por pura chamba o porque había una riña de familia político-judicial que por aplicación de los fundamentos de legalidad.
Pero como no hay situación horrible que no sea susceptible de empeorar, el mismo día de la suelta con todas las bendiciones de Camps, el nuevo ministro español de Justicia ofreció un menú degustación de lo que se nos viene encima. Cadena perpetua, doctrina Parot a todo trapo y, de propina, establecimiento de tasas para que que sólo litigue quien se lo pueda permitir.