Si condenas, no toleres

No me cansaré de repetir que somos la releche a la hora de condenar la violencia machista y una chufa cuando se trata de evitarla. A ver cuándo narices equilibramos las balanzas y conseguimos que las concentraciones y las declaraciones de rechazo tan lucidas tengan su contrapartida en una actuación eficaz frente a maltratadores, asesinos y violadores. En el camino me conformaría, siquiera, con dejar de ver a pie de pancarta o de micrófono a muchísimas de las personas que están contribuyendo a perpetuar lo mismo que luego denuncian con palabrería rimbombante y afectación de cartón piedra.

¿Me refiero, quizá, a las autoridades? Pobrecitas, esas ni saben por dónde les da el aire. Jamás van a salir del manual: convocatoria de pleno de urgencia y comunicado hablando de los valores, la importancia de la educación (sí, ya estamos viendo los resultados), el trabajo que queda por hacer y bla, bla, requeteblá. Qué va, esta vez me dirijo a los detentadores y detentadoras de la conciencia social, esos y esas que llevan permanentemente en bandolera su más enérgica repulsa y que lo solucionan todo a base de repertorio. Menos venirse arriba echando una culpa nebulosa a la sociedad heteropatriarcal y más señalar las responsabilidades individuales tasables, medibles y concretas. Todas y cada una de ellas, no según convenga o quede bonito en los discursos.

Dicho de un modo más llano: basta ya de amparar, ocultar, contextualizar o directamente negar las agresiones. ¿Pero de verdad hay quien hace eso? ¿A esos niveles de hipocresía hemos llegado? No se me hagan de nuevas, saben tan bien como yo que es así.

Gallardón dinamitero

Yo no estoy a favor del aborto. No creo que casi nadie lo esté, en realidad. Ni siquiera los que lo reclaman como derecho, entre los que no tengo claro si me encuentro o no. Es una de tantas trampas del lenguaje, que nos plantea disyuntivas falsas. En este caso, lo opuesto a estar en contra no es estar a favor sino, como mucho, asumir que la interrupción voluntaria del embarazo bajo determinadas circunstancias es un mal que busca evitar otro mayor. Hay que ser malnacidos —miren qué palabra me sale— para sostener que las mujeres que toman esa decisión lo hacen como si estuvieran escogiendo entre peinarse a lo garçon o hacerse rastas. No diré que todas, porque tampoco quiero ser más papista que el papa, pero estoy seguro de que la inmensa mayoría de las que han estado en ese trance lo han hecho pagando un altísimo precio de lágrimas, noches sin dormir y dudas atormentadoras… tanto antes como después de pasar por la camilla.

Hasta donde soy capaz de percibir, diría que se daba un amplio consenso social sobre lo que describo. Incluso personas de mentalidad conservadora habían llegado a aceptar, quizá tratando de no pensar demasiado en ello, que la ley de plazos suponía una solución realista. Si habían tenido una experiencia cercana y no digamos si lo habían vivido en carne propia, la convicción de que no se puede tapar el sol con un dedo era aun mayor. Y en cuanto a los que reclamaban una normativa más abierta, el sentido común les había hecho comprender que, sin dejar de ser mejorable, lo que estaba vigente resultaba razonable.

En un lugar en el que se levantan trincheras por la menor chorrada, era difícil encontrar cuestiones que, siendo peliagudas y resbaladizas, se llevaran con tal grado de sensatez. Esta era una de ellas hasta que, en nombre de su ego y obrando al servicio del integrismo pro-vida —esa expresión sí que es falaz—, el ministro Alberto Ruiz-Gallardón la ha dinamitado.

La igualdad no era esto

Aunque estas líneas se publican cuando el calendario marca el nueve de marzo, las estoy escribiendo el ocho, a punto de naufragar en un mar morado de excelentes intenciones que volverán a convertirse en calabaza en cuanto den las doce. Cada página de internet a la que entro me recibe con una ventana emergente, generalmente patrocinada por una entidad pública, donde un lema más o menos brillante comparte espacio con una fotografía en la que aparecen -qué obviedad, ¿no es cierto?- mujeres. Los publicistas saben lo que tienen que vender en cada campaña. Esta vez no toca mostrar escotes tentadores ni delantales de cuadros o manoplas que sacan del horno el asado de rechupete del que van a dar cuenta el marido y la prole. El atrezzo es otro: carpetas, ordenadores, teléfonos móviles, batas blancas, y algún buzo con casco a juego para que no se diga. En el casting han tenido suerte por un día las actrices y modelos a las que no llaman para los anuncios de coches o colonias. ¿Cuela? Me gustaría conservar la ingenuidad y el entusiasmo suficientes para decir que sí. Sería muy reconfortante no sentirse un vinagre que le saca faltas a todo y poder disfrutar de la emoción reivindicativa… pero no.

Algo ha fallado

Trato de compartir y apoyar en la medida de mis posibilidades los encomiables mensajes de estas veinticuatro horas. Sin embargo, la realidad me desmiente a cada rato. Formo parte de la generación que dio por seguro que vería con edad suficiente para disfrutar de ello el fin de la desigualdad de sexos o, por lo menos, sus aledaños. Era cuestión, pensábamos, de dar un poco la murga en la escuela y de cuidar cuatro detallitos más. Poco a poco veríamos cómo los niños y las niñas sobre quienes habríamos dejado caer la lluvia fina y constante de valores chachiguays irían adoptando de modo natural los comportamientos igualitarios.

Menudo fracaso. Basta mirar lo que confiesan sin rubor en las encuestas o, más descorazonador aun, poner la oreja en las conversaciones de cualquier cuadrilla de quinceañeros, para comprobar que no solamente no hemos avanzado, sino que hemos retrocedido media docena de casillas. Lo más parecido a una equiparación que se ha logrado es que ellas sean tan machistas como ellos, aunque ni siquiera se lo planteen. ¿Dónde ha estado el fallo? Probablemente en no ver que estábamos luchando contra una fuerza infinitamente más poderosa de lo que creíamos. Las campañas, los eslogans, los buenos propósitos, los ochos de marzo… están muy bien. Pero parece que no son suficientes.