Dolera, dolerizada

Qué gran historia, la de la campeona sideral del activismo de género Leticia Dolera, a la que la actriz Aina Clotet acusa de despedirla de la serie que dirige por haberse quedado embarazada. Sí, de nuevo el clásico del cazador cazado, de las virtudes públicas y los vicios privados, del lirili que no va acompañado de lerele o, para no eternizarnos, de la doble moral cutresalchichera que gastan los abanderados de las nobilisímas causas. De acuerdo, no todos, pero sí muchos de los de primera línea de pancarta y megáfono como la susodicha. Lástima que nos vayamos a quedar sin saber qué diría la tal Dolera de cualquier abyecto ser humano heteropatriarcal que hubiera osado actuar como ella misma lo ha hecho.

Entre lo gracioso, lo tierno y lo brutalmente revelador, la atribulada latigadora puesta en evidencia trata de explicarse y pide que no se la juzgue a la ligera y que se comprenda que hay motivos para su decisión. Qué diferente de las ocasiones en que es ella la que enarbola la antorcha sin dejar lugar a nada remotamente parecido a la presunción de inocencia ni a los matices. Signo, de todos modos, de estos tiempos en que la mediocridad profesional se suple, como es el caso palmario, metiéndose a paladín de la justicieta chachipiruli. A santo de qué íbamos a conocer a la individua, si no es por esos berridos que ahora se le vuelven en contra. Lo tremebundo es que si no hubiéramos perdido el oremus y nos sacudiéramos el miedo a ser vituperados, en este asunto concreto seríamos capaces de ver que lo que ha hecho Dolera con Clotet no es ningún ataque a la igualdad, sino una decisión profesional llena de lógica.

La conjunta y el género

Vaya por delante que tengo un gran concepto de la Diputada de Hacienda de Gipuzkoa, Helena Franco. Su discurso siempre me ha parecido coherente, sensato, constructivo y, algo muy importante, apoyado en un realismo bastante alejado de las caricaturas difundidas tanto por sus adversarios como, ojo, por sus propios compañeros. Tras dos años de gestión, no parece que el territorio avance hacia la venezuelización por la que echan las muelas los unos y por la que suspiran hondamente los otros. ¿Que se han tomado medidas que han disgustado un congo a ciertos sectores y que no siguen al pie de la letra los catecismos al uso? Pues sí, entre otras, alguna que personalmente considero de efectividad discutible, pero basadas en una concepción socioeconómica cien por ciento respetable y avaladas por una mayoría suficiente. La democracia es eso, según tengo entendido. Insisto, en cualquier caso, en que nada hace prever una inminente colectivización de CAF ni la construcción de koljós en el Goierri.

Sirva este preámbulo favorable para enmarcar la sorpresa tirando a estupefacción que me ha provocado leer que la [Enlace roto.]. El pasmo no viene por tal propuesta en sí misma, que sería cuestión de echar números, sino por la motivación esgrimida. Se supone que declarar a dos “desincentiva el acceso de las mujeres al mercado de trabajo”. Toma ya.

Dicen que es perspectiva de género, pero el argumento se parece una barbaridad a esa cantinela neoliberal según la cual habría que quitar las prestaciones por desempleo y las ayudas sociales porque vuelven comodones a sus perceptores. El rancio “Quien no trabaja es porque no quiere”, aplicado en este caso a las mujeres sin salario, a las que, de propina, se sojuzga como sumisas a la voluntad de un varón mantenedor y por ello hay que darles un empujón. Pues eso, además de paternalismo, es machismo. De libro.

La igualdad no era esto

Aunque estas líneas se publican cuando el calendario marca el nueve de marzo, las estoy escribiendo el ocho, a punto de naufragar en un mar morado de excelentes intenciones que volverán a convertirse en calabaza en cuanto den las doce. Cada página de internet a la que entro me recibe con una ventana emergente, generalmente patrocinada por una entidad pública, donde un lema más o menos brillante comparte espacio con una fotografía en la que aparecen -qué obviedad, ¿no es cierto?- mujeres. Los publicistas saben lo que tienen que vender en cada campaña. Esta vez no toca mostrar escotes tentadores ni delantales de cuadros o manoplas que sacan del horno el asado de rechupete del que van a dar cuenta el marido y la prole. El atrezzo es otro: carpetas, ordenadores, teléfonos móviles, batas blancas, y algún buzo con casco a juego para que no se diga. En el casting han tenido suerte por un día las actrices y modelos a las que no llaman para los anuncios de coches o colonias. ¿Cuela? Me gustaría conservar la ingenuidad y el entusiasmo suficientes para decir que sí. Sería muy reconfortante no sentirse un vinagre que le saca faltas a todo y poder disfrutar de la emoción reivindicativa… pero no.

Algo ha fallado

Trato de compartir y apoyar en la medida de mis posibilidades los encomiables mensajes de estas veinticuatro horas. Sin embargo, la realidad me desmiente a cada rato. Formo parte de la generación que dio por seguro que vería con edad suficiente para disfrutar de ello el fin de la desigualdad de sexos o, por lo menos, sus aledaños. Era cuestión, pensábamos, de dar un poco la murga en la escuela y de cuidar cuatro detallitos más. Poco a poco veríamos cómo los niños y las niñas sobre quienes habríamos dejado caer la lluvia fina y constante de valores chachiguays irían adoptando de modo natural los comportamientos igualitarios.

Menudo fracaso. Basta mirar lo que confiesan sin rubor en las encuestas o, más descorazonador aun, poner la oreja en las conversaciones de cualquier cuadrilla de quinceañeros, para comprobar que no solamente no hemos avanzado, sino que hemos retrocedido media docena de casillas. Lo más parecido a una equiparación que se ha logrado es que ellas sean tan machistas como ellos, aunque ni siquiera se lo planteen. ¿Dónde ha estado el fallo? Probablemente en no ver que estábamos luchando contra una fuerza infinitamente más poderosa de lo que creíamos. Las campañas, los eslogans, los buenos propósitos, los ochos de marzo… están muy bien. Pero parece que no son suficientes.