Desde el estante perdido en que dejé aparcado el libro de notas del bachillerato llegan las risas sardónicas de mis aprobados raspados en Física (de Química mejor no hablamos). Igual que los humanos, siempre dispuestos a interpretar cada hecho a beneficio de obra, mis calificaciones peladas dan por sentado que el probable desmentido involuntario de los científicos del CERN a Einstein son la tardía demostración de la injusticia que padecieron. Si el grande entre los grandes de la ciencia podía estar equivocado, tanto más aquel penene al que apodábamos con nula originalidad Bacterio o el gris cátedro que nos asaba a fórmulas que parecía inventarse según las escribía en el encerado.
Ni idea sobre dónde acabará el asunto este de los neutrinos, la velocidad de la luz y los viajes al pasado. Tal vez en nada, en una corrección a la corrección que vuelva a dejar las cosas en su sitio. Incluso aunque sea así, nos quedan un par de momentos Nescafé que nadie podrá robarnos. No tengo palabras para expresar el gustirrinín que me dio ver la noticia compitiendo en las portadas digitales con el paso adelante de Palestina en la ONU, la adhesión de los presos de ETA al Acuerdo de Gernika, o la asamblea de Kutxa en que salió por goleada sumarse a la fusión.
Llámenme místico si quieren, pero veo en todas esas informaciones algo parecido a una conjunción planetaria. El mensaje de cada una de ellas es que las verdades inmutables lo son hasta que dejan de serlo. Quizá con la excepción del caso palestino, el resto habrían resultado impensables —como poco, impredecibles— hace apenas unos meses. No digamos hace un par de años. Pero resulta que en uno de esos recovecos en que se besan con lengua el tiempo y el espacio se obra el prodigio. La cerril resistencia cede y parece lo más natural del mundo estar donde se dijo que jamás se estaría. Una lección: las certidumbres más firmes son provisionales.