Stéphane Hessel ha muerto. Comprendería perfectamente que no quisieran seguir leyendo. Yo mismo me he autoimpuesto, por el bien de mi estómago y de mis neuronas, esquivar la inevitable torrentera de obituarios que —puedo imaginármelo perfectamente— lo glosarán así o asá, siempre arrimando el ascua a la sardina propia o, como mucho, con la condescendencia que se reserva a los que dejan de formar parte del inventario de los que respiran. Es lo que tiene diñarla, que ya no estás en situación de matizar, apostillar ni desmentir a quienes aprovechan tu recién adquirida categoría de fiambre para hacer un ejercicio de estilo a mayor gloria de su causa o para atribuirte intenciones que jamás pasaron por tu cabeza.
Stéphane Hessel ha muerto. Y por una extraña asociación de ideas, me viene a la cabeza la archifamosa frase de Chesterton que todo columnista que se precie debe citar por lo menos una vez cada dos años para que se note que tiene lecturas y que sería un rival temible en el Trivial: “El periodismo consiste esencialmente en decir ‘Lord Jones ha muerto’ a gente que no sabía que Lord Jones estaba vivo”. Bueno, tampoco es el caso exactamente. Pero casi, porque su celebridad no ha sido póstuma por medio pelo. Se la debe a sesenta páginas escritas en tiempo de descuento y, probablemente, a un editor con mucho ojo. Luego, y de eso ya no tuvo él ninguna culpa, llegó a rebufo un ejército de imitadores que convirtieron la indignación en fenómeno comercial, cuando no en modus vivendi. Esos de los que les hablaba el otro día, los que se relamen ante el suicidio de un desahuciado porque se van a inflar a clicks. Conozco a uno —y ustedes también— que hasta anteayer carroñeaba los cadáveres que dejaba ETA y hoy husmea, a tanto la pieza, en la sangre de los desgraciados que saltan desde un alfeizar.
Stéphane Hessel ha muerto. A los 95 años, ya vivió lo suyo. Bien vivido, además. Dejémosle descansar en paz.