Hessel ha muerto

Stéphane Hessel ha muerto. Comprendería perfectamente que no quisieran seguir leyendo. Yo mismo me he autoimpuesto, por el bien de mi estómago y de mis neuronas, esquivar la inevitable torrentera de obituarios que —puedo imaginármelo perfectamente— lo glosarán así o asá, siempre arrimando el ascua a la sardina propia o, como mucho, con la condescendencia que se reserva a los que dejan de formar parte del inventario de los que respiran. Es lo que tiene diñarla, que ya no estás en situación de matizar, apostillar ni desmentir a quienes aprovechan tu recién adquirida categoría de fiambre para hacer un ejercicio de estilo a mayor gloria de su causa o para atribuirte intenciones que jamás pasaron por tu cabeza.

Stéphane Hessel ha muerto. Y por una extraña asociación de ideas, me viene a la cabeza la archifamosa frase de Chesterton que todo columnista que se precie debe citar por lo menos una vez cada dos años para que se note que tiene lecturas y que sería un rival temible en el Trivial: “El periodismo consiste esencialmente en decir ‘Lord Jones ha muerto’ a gente que no sabía que Lord Jones estaba vivo”. Bueno, tampoco es el caso exactamente. Pero casi, porque su celebridad no ha sido póstuma por medio pelo. Se la debe a sesenta páginas escritas en tiempo de descuento y, probablemente, a un editor con mucho ojo. Luego, y de eso ya no tuvo él ninguna culpa, llegó a rebufo un ejército de imitadores que convirtieron la indignación en fenómeno comercial, cuando no en modus vivendi. Esos de los que les hablaba el otro día, los que se relamen ante el suicidio de un desahuciado porque se van a inflar a clicks. Conozco a uno —y ustedes también— que hasta anteayer carroñeaba los cadáveres que dejaba ETA y hoy husmea, a tanto la pieza, en la sangre de los desgraciados que saltan desde un alfeizar.

Stéphane Hessel ha muerto. A los 95 años, ya vivió lo suyo. Bien vivido, además. Dejémosle descansar en paz.

Indignarse

Caprichosa actualidad. El domingo nos fuimos a la cama con la certidumbre reconfirmada de que hay repúblicas bananeras que no tienen nada que envidiar al reino de España y ayer al levantarnos, comprobamos que a los enemigos públicos número uno del orbe se los puede apiolar para jolgorio general. Luego, los dueños de este balón con forma de mapamundi y los ujieres que atienden en sus sucursales repartidas por la esfera nos cantan las mañanas con pleonasmos falsarios como “juicio justo” o “principios democráticos”. Ni siquiera necesitan disimular. Saben que por encima de ellos sólo están los intocables Mercados, que no se meten en menudencias como la legalidad o la libertad, salvo que crean que un euro suyo está en juego. A partir de ahí, hay barra libre, tanto para que el líder del mundo fetén liquide iconos creados por el mismo, como para que un tribunal de las colonias fulmine con un auto prefabricado doscientas y pico candidaturas impolutas.

Junto al teclado en el que me rasco estos picores tengo desde hace unas semanas un ejemplar de ¡Indignaos!, del nonagenario Stéphane Hessel. Contando el prólogo de su coetáneo, José Luis Sampedro, son apenas sesenta páginas que hacen inventario de algunos de los motivos que deberían llevarnos a una cabreada concienciación previa a plantar cara a quienes nos toman global o localmente por el pito de un sereno. ¿Y? Y nada.

Me gustaría escribir otra cosa, pues simpatizo con el autor y el prologuista y he asentido ante casi todas las razones para la rebelión que van detallando. La teoría, los motivos para el encabronamiento, los tenemos absolutamente claros. Falla, como siempre, la puesta en práctica.

Tomemos como ejemplo cercano y doloroso el pateo del Supremo a Bildu. ¿Qué va a venir después de la torrentera de mala sangre que nos hemos hecho en Twitter y Facebook? Poca cosa. Esperar a ver si hay suerte y el jueves el Constitucional está de buenas.