No siento el menor respeto hacia el Tribunal Constitucional español. Y no es porque sea un rebelde, un iconoclasta o un antisistema del carajo de la vela. Al contrario, tan moderado y posibilista me he vuelto —otro día les cuento el proceso—, que aceptaría de regular grado un sanedrín de eruditas y eruditos del Derecho que, obrando en su mejor fe, dirimiesen qué está dentro y qué está fuera de la Constitución de 1978. Sí, hasta esa ventaja concedería, que se usara como manual de instrucciones un texto que estoy muy lejos de compartir. A partir de ahí, como en el viejo Un, dos, tres de la tele, si coche, coche y si vaca, vaca. Pero ni a esas condiciones tan favorables se avienen. Como no se fían de su propia legalidad, son los primeros que se ciscan en ella a base de retortijones, omisiones y entantoencuantos que se sacan de la sobaquera.
Las dos últimas disposiciones —o deposiciones— que nos atañen son un diáfano ejemplo de este desparpajudo modo de ser juez y parte. El bloqueo preventivo de la paga de navidad de los empleados públicos vascos es una arbitrariedad de aquí a Lima. Tiene tufo, además de a servicio al señorito, a ganas de malmeter y jorobar la marrana. Es más grave aun, porque afecta a más personas y de un modo más dañino, la imposición del (pesimamente llamado) copago farmacéutico por sus santas narices a una comunidad autónoma que decidió —un gran acierto del Gobierno López, las cosas como son— evitar esa injusticia a sus ciudadanos.
Para más inri y recochineo, el auto que obligará a miles de pensionistas a elegir entre pan o Sintrom se tira el pegote de que no entra al fondo del conflicto de competencias. Es decir, que como primera providencia, ordenan sangrar al personal. Ya encontrarán más tarde, vaya que sí, los argumentos para vestir el muñeco y que sobre el papel timbrado luzca como un San Luis jurídico. Allá se vayan sus ilustres excelencias a esparragar.