Hace ya unos cuantos lustros que el forofo que me habitaba se marchó, creo que a Ipanema, harto de que le pusiera en duda cada penalti que él veía a tres metros del área y hasta la coronilla de mis molestos comentarios sobre lo bien que estaba jugando el contrario. Lo señalo para dejar claro que no vengo a sumarme ni a los tirios ni a los troyanos que, llevados por la querencia que aquí profesamos a las banderías, se han apresurado a hacer causa con o contra. Por una parte, me faltan datos para inclinarme por Bielsa o por el Athletic en este peculiar episodio que nos ha sido regalado para quitarnos de encima la tontera de estar dándole vueltas y vueltas a la prima de riesgo, el rescate y me llevo una. Por otra, me parece irrelevante que haya alguien que tenga o deje de tener la razón en un asunto que, comparado con los mil que nos toca poner en fila india en un informativo o en una portada, es apenas una anécdota o una entretenedera para porfiar en Twitter o en la barra de un bar, que vienen a ser lo mismo.
Dicho todo lo cual, y aun a riesgo de caer en aparente o flagrante contradicción, me declaro bielsista. No de Marcelo en concreto ni de sus métodos para conducir un equipo de fútbol, que no soy quien para evaluar, sino de todas las personas que, no apellidándose como el rosarino, pertenecen a su estirpe. En un mundo donde se estilan, y cada vez más, la indolencia, la sonrisa de cartón piedra y el desvío de la mirada como estándar de relación social, los Bielsa —grandísimos cronopios, diría Cortázar— están abocados a perder siempre.
Su condena es tal que ni siquiera pueden disfrutar de sus éxitos porque no los cifran en lo mismo que cualquier común y conformista mortal. Y ahí es donde se produce la gran colisión, cuando un cero más a la derecha en un cheque se revela incapaz de comprarlos. No buscan dinero. Sólo que se hagan las cosas tan bien como intentan hacerlas ellos.