Lo llamativo no es que lo hayan hecho, sino que nos lo hayan contado. Por las novelas de John Le Carré y las películas de salvadores del mundo sabíamos que liquidar villanos es algo rutinario, pero siempre discreto o, un peldaño más arriba, absolutamente secreto. En el contrato de los ejecutores quedaba claro que nunca podrían reclamar la gloria por sus acciones y que en caso de fiasco, se iban a quedar más solos que los Tudela, pues un gobierno respetable no podía reconocer que usaba el Derecho Internacional como papel higiénico. Ahora, qué cosas, se tira de la doctrina de aquel torero que sostenía que acostarse con Ava Gardner y no pregonarlo era tontería. Pues con cepillarse (en otro sentido, claro) a Bin Laden pasa lo mismo. Hay que vocearlo a los cuatro vientos un cuarto de hora después de haberlo hecho. Se pierde ese halo de misterio de la literatura de espías y, a cambio, se gana popularidad en las encuestas.
Ahí quería llegar: no había motivo para andarse con disimulos ni con prejuicios de pitiminí. A la peña le va el ojo por ojo y no es casual que en la calle la primera acepción de “justicia” no sea la de los diccionarios, sino que se emplee directamente como sinónimo de “venganza”. La prueba está en el jolgorio al que se entregaron miles de probos ciudadanos del imperio, distinguibles de los fanáticos que festejaron los atentados del 11-S únicamente en que no llevaban turbante. No hay mejor argamasa para el populacho que los enemigos comunes, ya sean interiores (algo sabemos aquí de eso) o exteriores.
Cito todo esto sin escándalo, sólo como pura constatación. Es el mundo en que vivimos, sin más. Las reglas del juego se han clarificado. Ya es oficial que cualquiera que crea que tiene una cuenta pendiente puede ir a cobrársela y tirar al mar lo que le sobre sin miedo a que se le eche encima la ONU o el Tribunal Penal Internacional. ¿Asumimos las consecuencias?