Hacérselo mirar

Soy uno de los que, según el Nobel de la Paz y cada vez más claro bluff progresoide, Obama, me lo tengo que hacer mirar. Minoría absoluta, me temo, porque la exposición continuada y aparentemente inocente a pelis, series y telediarios de buenos y malos ha logrado que creamos a pies juntillas en el efecto purificador de la sangre derramada. Y si es con extrema violencia regada de sadismo, mejor. Que tire la primera piedra quien no haya experimentado un sentimiento vecino del placer al ver en la pantalla cómo, un minuto antes de el “The End”, el villano es despanzurrado por una apisonadora o cae al vacío desde el piso 94 con tres kilos de plomo en el cuerpo. La Humanidad lleva una porrada de siglos haciendo que se barniza de civilización, pero casi siempre acaba derrotando por lo más primario, el instinto aniquilador.

Lo tremendo de esa pulsión es que carece de fronteras y de reglas del juego. Por eso debe intervenir la racionalidad que se nos supone para ponerlas. Nadie en su sano juicio ha derramado una lágrima ni ha sentido la menor incomodidad por la muerte de quien todos sabemos que era uno de los peores asesinos sobre la faz de la tierra. Los que se atreven a levantar la voz en medio del ardor justiciero no lo hacen por la anécdota -la desaparición física de Bin Laden- sino por la categoría, es decir, por lo que tiene de anuncio de que en lo sucesivo vale todo y para lo que sea.

Maquiavelo y, más que él, Lynch, el reinventor de las ejecuciones sin proceso a quien se debe la palabra linchamiento, vuelven a tener vigencia plena. Y no sólo en la patria de Rambo. También en la de Torrente. No hay más que ver a Felipe González poniendo de mingafrías para arriba a quienes lo criticaron por ufanarse de haber podido volar la cúpula de ETA y ahora celebran la liquidación ritual del líder de Al Qaeda. Lo hace porque siente que el tiempo y el líder del llamado mundo libre le han dado la razón.

Villanos liquidables

Lo llamativo no es que lo hayan hecho, sino que nos lo hayan contado. Por las novelas de John Le Carré y las películas de salvadores del mundo sabíamos que liquidar villanos es algo rutinario, pero siempre discreto o, un peldaño más arriba, absolutamente secreto. En el contrato de los ejecutores quedaba claro que nunca podrían reclamar la gloria por sus acciones y que en caso de fiasco, se iban a quedar más solos que los Tudela, pues un gobierno respetable no podía reconocer que usaba el Derecho Internacional como papel higiénico. Ahora, qué cosas, se tira de la doctrina de aquel torero que sostenía que acostarse con Ava Gardner y no pregonarlo era tontería. Pues con cepillarse (en otro sentido, claro) a Bin Laden pasa lo mismo. Hay que vocearlo a los cuatro vientos un cuarto de hora después de haberlo hecho. Se pierde ese halo de misterio de la literatura de espías y, a cambio, se gana popularidad en las encuestas.

Ahí quería llegar: no había motivo para andarse con disimulos ni con prejuicios de pitiminí. A la peña le va el ojo por ojo y no es casual que en la calle la primera acepción de “justicia” no sea la de los diccionarios, sino que se emplee directamente como sinónimo de “venganza”. La prueba está en el jolgorio al que se entregaron miles de probos ciudadanos del imperio, distinguibles de los fanáticos que festejaron los atentados del 11-S únicamente en que no llevaban turbante. No hay mejor argamasa para el populacho que los enemigos comunes, ya sean interiores (algo sabemos aquí de eso) o exteriores.

Cito todo esto sin escándalo, sólo como pura constatación. Es el mundo en que vivimos, sin más. Las reglas del juego se han clarificado. Ya es oficial que cualquiera que crea que tiene una cuenta pendiente puede ir a cobrársela y tirar al mar lo que le sobre sin miedo a que se le eche encima la ONU o el Tribunal Penal Internacional. ¿Asumimos las consecuencias?