Junto a las imágenes personales e intransferibles, esas que conservarán el salitre de las lágrimas, en mi álbum del Día después haré un hueco al video de Patxi López tratando de dejar una declaración para la Historia al ritmo del bamboleo de un vagón. Nada más parecido al belga por soleares o al dandy con lamparones de la canción de Sabina. Aquellas palabras que sus discursistas habían tallado en caoba y bañado en el pan de oro que requería la ocasión acabaron luciendo como una baratija. No fue solamente que el traqueteo del convoy las ensordeció. Tuvo peor efecto aun ver cómo quien habría de pronunciarlas con solemnidad necesitaba concentrar sus esfuerzos en luchar contra las leyes físicas del movimiento. Con ningún éxito, claro. Lo visual casi siempre puede con lo sonoro y lo que permanecerá en nuestras retinas es un tipo afectado por el baile de San Vito que movia los labios mientras por la ventanilla se sucedía un paisaje anodino.
Como me han abroncado amistosamente varios oyentes de Gabon de Onda Vasca y hasta algún ilustre invitado, puede que, al lado de la enormidad del momento que estamos viviendo, esto sea una anécdota mínima en la que no merece la pena entrar. Ya habrá, me dicen, otras oportunidades para tirar de cachiporra. Me resisto, sin embargo, a verlo así. De hecho, en esa especie de sketch de Vaya Semanita que nos largó López por toda declaración institucional encuentro una alegoría perfecta de todo su mandato y, por supuesto, de su papel en esto tan importante que nos está pasando. Simplemente, él no ha sido otra cosa —Hitchcock me perdone— que un extraño en un tren. Un mercancías —esta vez perdónenme ustedes por la metáfora facilona— que, o estaba en vía muerta o iba en sentido contrario al de la responsabilidad que se le supone al presidente de los vascos y vascas del trocito autonómico. Es probable que le quede menos de lo que piensa para descarrilar.