Asisto desde el córner y no sin sonrojo a la hemorragia de excesos verbales tras la muerte de Diego Armando Maradona. Muchas de las loas fúnebres descangalladas llevan la firma de tipos que invariablemente participan en los festivales de desmesura que siguen a la muerte de cualquier celebridad; escriben a mayor gloria propia más que a la del difunto. Otros, los más descarados e hipócritas, se apuntan al concurso de elogios póstumos al pelotero fallecido después de haberlo puesto a bajar de mil burros cuando aún respiraba. Y no olvido, claro, a los que siempre juegan a la contra y saltan sobre el cuerpo todavía caliente para recordar con saña su lado menos amable.
En estas situaciones tengo la costumbre de optar por el respeto. Obviedades aparte, para mí, Maradona no es el primer, segundo o quinto mejor futbolista de todos los tiempos. Guardo, por supuesto, memoria de sus jugadas de dibujos animados, pero siempre he visto al astro argentino —yo también tiro de tópicos, sí— como el juguete roto de manual. O un paso más allá, como una enciclopedia sobre las miserias humanas. Y no por él, ojo, sino por las legiones de tipejos que lo rodearon a lo largo de su periplo desde el Olimpo al abismo, convirtiéndolo, como dijo ayer su excompañero Julio Alberto, en un cajero automático andante. Descanse en paz.